“Yo también
estuve allí” quise gritarle desde el umbral de la sombra en la que me escondía.
El polvo se fundía con la luz que iluminaba las motas, que ligeras como una
nube, viajaban alrededor de las calles y pasillos de esta anciana biblioteca.
El muchacho se había ido y sólo me quedaba como recuerdo el fantasma de sus
pasos y la esperanza de verlo al día siguiente.
La luz se fue
apagando dando paso a la oscuridad que produce la tormenta. Las gotas de lluvia
fueron arreciando hasta que el ruido del agua inundo toda esta galería
obligando al silencio a irse. La séptima luz del séptimo pasillo se fundió,
haciendo aún más invisible mi presencia. En aquel lugar en el que me
encontraba, desde mi ventajosa altura, observaba todo de lejos: Todos venían y
se divertían, unos sólo miraban, algunos hacían que estudiaban y otros, en
cambio, leían. Pero entre toda aquella gente, era el ser más pusilánime, el más
pobre y pequeño el que llamaba mi atención. Llevaba siempre una camisa a
cuadros, en la que el color de la suciedad estaba por encima del de la camisa,
y en la que vivían unos botones aventureros, los cuales desaparecían uno tras
otro; también tenía un pantalón vaquero deshojado en el que ya se alcanzaba ver
la pierna del niño y unas zapatillas desgastadas con los cordones desatados. Tenía
también, como de costumbre, el pelo desgreñado, el cual no solía ni lavar ni
peinar, los dientes con arrugas y las uñas largas. Venía, comúnmente, después
de salir de la escuela, y se sentaba largas horas, que a él se le hacían
cortas, ojeando cada uno de los libros de cada uno de los pilares que a mí me
rodeaban… pero jamás me escogía a mí.
Cada vez me dolía
menos, o cada vez sentía menos, que el muchacho no me escogiera para leerme.
Llevo ya tanto tiempo en esta postura, abandonado a la libertad del tiempo y
condenado a la perpetua soledad de las sombras, que apenas sé si soy capaz de
sentir el polvo que sobre mí se acumula. Recuerdo, con cierta nostalgia,
aquella vez en la que él me buscó y yo no quise ser encontrado: «Llevaba ya, si
mal no recuerdo, varios años postrado sobre uno de los manuales de escritura
más antiguos del mundo, y nadie, en lo que llevaba de tiempo, se había acercado
siquiera a ver de qué temas hablaban los libros del pasillo siete. Conversaba continuamente
con los arcaicos libros que me rodeaban y discutíamos durante largas horas
sobre temas muy diversos: como el origen de la verdad, el fin que alcanza un
mentira y el dichoso e incesante pasar del tiempo. Pero a lo largo de este
devenir, durante todas estas conversaciones, jamás ninguno cambió de postura y
nunca llegamos a una afinidad común. Cada uno defendía ciegamente aquello que
llevaba escrito en su alma y éramos, en el
mayor sentido del término, idealistas de la palabra. Que le vamos hacer,
somos libros, los mayores egoístas del mundo, y sólo podemos creer en aquello
que llevamos escrito. Pero como decía, andaba yo discutiendo con el viejo
manual de lectura, fiel acompañante y amigo mío, cuando vi por primera vez a
aquel muchacho tontear con alguno de los libros más cabezotas y más difíciles
de comprender por aquella época. Al verlo con esa indumentaria que traía, no me
causó grata impresión y me escondí como pude entre polvo y sombra, para que
ningún rayo de luz tocara mi dorso y para que así él no me viese y no estuviera
yo en una de sus elecciones, no quería mancharme con alguna de sus sórdidas
manos. Por aquel entonces, tengo que confesar, yo era un libro bastante
orgulloso y tenía aquella esperanza, la que tienen todos los jóvenes, de llegar
a un fin ideal con un amo y lector de alta cuna y sabiduría. Mas si hubiera
sabido lo que el futuro me deparaba, me habría lanzado a las manos del muchacho
sin paracaídas. Pero poco importa lo pasado, pues el tiempo es meticuloso con
sus actos y jamás da un paso atrás.
Ya había anochecido
y la tormenta pasado cuando vi de nuevo vislumbrarse el contorno humano al
final del pasillo número siete. Pensé, en uno de mis pensamientos menos
lúcidos, que aquel humano que se acercaba lentamente era el joven muchacho que
arrepentido de su elección había venido a escogerme a mí, pero poco duro este
pensamiento al ver lo grande que se hacia esa figura y que transportaba con
esfuerzo una carreta llena de viejos conocidos míos. Era el “selector” aquel
que escoge quien vive un día más de la esperanza y quien muere en el olvido, en
aquel lugar infestado de historias del fracaso al que llaman el sótano. Todo mi
cuerpo estaba erizado al verlo caminar, cada paso suyo resonaba a lo largo del
pasillo y los libros más débiles lloraban en sus escondrijos. Yo había aceptado
hacía mucho tiempo aquel fin que se aproximaba cada día, pero en mi interior
vivía una esperanza de ser salvado por aquel muchacho de ropa rota y de manos
sucias. Mis esperanzas se escaparon cuando lo vi frenarse justo en frente mía,
arrojó a la carreta al viejo manual de escritura, a un sabio ensayista francés,
y a un moderno y no aceptado escritor español. Luego se dio la vuelta y
continuó con los libros de la otra columna, arrojando con el mismo desparpajo a
autores de todos los continentes. Creí haberme salvado un día más hasta que
volvió a frenar frente a mí. Me agarró fuertemente, leyó mi dorso, y haciendo una mueca me lanzó a la carreta. Caí sobre una pila de cuerpos marchitados y supe entonces que aquel
era el fin de mi trayecto y de mi historia. Había sido condenado al olvido, al
cual me había acostumbrado desde mi nacimiento, pero sentía en mí el fracaso de
no haber compartido la historia que en mi interior guardo. Siempre había pensado en
este fin tan frío y grotesco pero jamás había sentido una soledad tan profunda.
Te ruego, escritor, que perdones mi torpeza al no haber
sabido hacer la tarea que me encomendaste. Te ruego leas este texto a modo de
disculpa, y comprendas lo que llegó a sentir un libro olvidado, que jamás llegó
a ser leído. Te ruego, dios y señor mío, que allá donde te encuentres, me
perdones.