googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.: enero 2014

jueves, 9 de enero de 2014

Ser presidente.

Un presidente, un alto general, un representante tanto de un pueblo como de un país no debería entender de derechas o de izquierdas. Debería entender a razones y a sentimientos, no a números y estadísticas. Ni a acciones políticas, religiosas, culturales y poéticas deberían de perjudicar en su pensar. Un presidente debe ser frío y humano, aunque pocos se ganen tal calificativo. El presidente debería de ver la mejor acción para mejorar el país en el que vive y por consiguiente observar en que perjudica al resto de países y al mundo. Si una acción perjudica aunque sea en una absurdidad a otro país, esta acción no debería llevarse a cabo.
Los pensamientos egocéntricos nos han llevado a callejones sin salida, a aguas poco profundas, y a charcos contaminados de miedo y hastío. El libre pensar por lo contrario nos llevará por senderos bellos y prósperos, senderos llenos de fertilidad. Aguas tan profundas como el planeta y ríos tan anchos como países enteros.

Ser presidente debe ser un orgullo, un sueño, una ilusión, y un principio. Nunca debe ser una ambición.


Infrámico Bendess. 

miércoles, 8 de enero de 2014

El ilustre ignorante.

"Erase una vez una historia oculta por la ignorancia del tiempo. Aquel tiempo que creímos perfecto, en ocasiones, olvida objetos, personas y lugares a los cuales nunca presta atención. Esos lugares que encontramos, a nuestra vista, mágicos, son solo ausencias y errores provocados por nuestra propia imaginación. Quitamos al Sol para poner al Tiempo. ¿Quién será nuestro próximo Dios?"


        Parecía una casa cualquiera, pequeña, que aunque en un principio fue blanca, plantas trepadoras la habían dado un matiz verde y marrón. Una chimenea expulsaba el humo que producía una fogata en su interior, humo negro que luchaba con el vapor blanco de las nubes. Era una casa humilde, parecía nacer de la propia tierra, acompañada de dos grandes abedules que producían gran sombra en verano y buen cobijo en invierno. También daban cobijo a numerosas especies de animales que cada mañana orquestaban el sonido de la montaña. Leo Matwesky, hijo de dos granjeros, cada mañana sacaba a las ovejas que antiguamente habían pertenecido a su padre y que antiguamente habían pertenecido a su abuelo. «Los Matwesky eran hombres de costumbre» le decía continuamente su padre en la cena. Aquella mañana tan fría como de común Leo iba jugando con su mejor amigo, su perro. Sansón, que así se llamaba, era un perro de dimensiones gigantescas, medía mas de un metro de alto y era fuerte como el tronco de un árbol. Se habían criado juntos desde muy pequeños, al nacer Sansón, nació Leo, o al nacer Leo nació Sansón, nunca se supo como fue pero ambos nacieron el mismo día; noche helada de lloros y aullidos dirigidos a la misma luna y bajo las mismas estrellas. Se dirigían a la cima de la montaña, donde la hierba era mas fresca y mantenía su hermoso rocío durante toda la mañana. Subían hasta encontrar el fresno americano de doradas hojas que orgullosas  bailaban todas al ritmo del viento, Leo subía su escarpado tronco y sentado en su rama más alta tocaba durante horas la flauta que había encontrado hacía unas semanas. Las ovejas se perdían en todas las direcciones que otorgaba el monte, pero Leo podía verlas desde su ventajosa altura. En la base del árbol Sansón aprovechaba el descanso para dormir plácidamente a la sombra de tan frondoso árbol.

        Así pasaban prácticamente el día hasta que las tripas de Sansón o las tripas de Leo rugían. Entonces Leo bajaba de un salto la altura del árbol, se ataba los pantalones y daba la orden a Sansón para que llamase a las ovejas. Desde el hocico hasta el extremo de su peluda cola todo su cuerpo se erizaba mientras comprimía fuerzas para lanzar un fuerte ladrido. Entonces todo cambiaba, del interior del enorme perro provenía un estrondoso sonido que rebotaba en todas las paredes montañosas que cerraban al monte, lo que llevaba tranquilo durante todo el día cambiaba a formar parte de un continuo ladrido que pareciera venir de una jauría. A Sansón le encanta esta sensación, movía la cola de un lado para otro cada vez que escuchaba ladrar al perro de las montañas, que así llamaba él al eco. Solía durar un buen rato el rebote de los ladridos, cuando este ya se iba callando las ovejas iban apareciendo todas juntas reuniéndose junto a Leo y Sansón. Aprovechándose de la altura del perro, Leo, que para tener doce años era bastante bajo, se subía encima de Sansón y montándolo como si de un caballo se tratase iba tocando la única canción que se sabía en la vieja flauta de madera. Como un ejercito se movían en una misma dirección y en una misma fila. De vez en cuando, mientras descendían el monte, hacían algun descanso para tomar agua y para poder observar la plenitud de tal maravilloso paisaje. Cuando llegaban a casa Leo encerraba a todas las ovejas en el redil para luego entrar corriendo a casa para poder comer la cena que hubiese preparado su madre aquella noche. Sopa de conejo, de cabra o incluso de vez en cuando de pato cuando su padre conseguía alcanzar con su escopeta alguno de estos animales, eran las comidas mas frecuentes que había en aquel diminuto hogar.

        A la noche le encantaba escuchar las aventuras que habían vivido sus padres aquella vez que tuvieron que bajar a la gran ciudad de Farhoa cuando "Presto" el caballo de montar de su padre se puso enfermo de una de sus patas. Contaban historias acerca de las terribles bestias que allí habitaban, carretas de metal que eran tiradas por ningún caballo, aves brillantes, del color de la plata, que llevaban humanos en su interior. También de la comida que rápida y caliente se hacia en el interior de una caja. Leo soñaba poder ir en alguna ocasión a Farhoa, quería poder ver con sus propios ojos aquellas terribles bestias que habían sido domadas por los Parmenienses. Quería subir en una y traerla a casa para poder hacer el trabajo mucho más fácil y tener más tiempo para poder dedicarlo a divertirse con Sansón. Después de divagar sobre la historia de su padre se dirigía a su habitación que no era más que una zona del extenso salón que era a su vez toda la casa. La habitación estaba compuesta por tres cortinas que habían sido yuxtapuestas por sus esquinas con la pared que daba a las montañas. En ese lugar, era el único rincón donde Leo Matwesky podía soñar con ser alguién importante en la gran ciudad, fuera de él, era un simple aprendiz de granjero.

       Así pasaban los días de Leo Matwesky. Así eran hasta que lo conocí, viejo y arrugado a traves del viento viajo, doy en vueltas círculos y en una de mis caras algo escrito llevo. Las hojas de los árboles me acompañan por mi viaje elevado y a miles de metros de altura extraño el pincel de mi amo. Ahora y como único recuerdo su escritura, absorbido por una corriente de aire fui a dar a la cara de un niño moreno, con la cara llena de mugre y los dientes sin lavar. Dientes con arrugas y ojos que pedían a gritos una aventura. Ahora contare la gran aventura de Leo Matwesky, un ilustre ignorante.


Fin.