googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.: 2015

miércoles, 4 de noviembre de 2015

A las nubes

   Aquel día experimentamos lo que eran para nosotros las nubes: sólo algo pasajero. Así me atrevo a definirlas, tras su jovial pasada y su olor a tiempos remotos, el reconfortante petricor que nos enseña que algo más bello que el hombre florece en las afueras, allí donde nada se consigue ver; entre niebla, entre nuestro polvo, en los tejados de la propia civilización humana.
   Además de entrañar lo ajeno, las nubes para mí son eternas emigrantes. Recuerdo, ahora en este día de lluvia, lo que dijo Heráclito en su siglo V a.c, «En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]», y siento como si las nubes que vemos tampoco fueran las mismas; sus formas, su ritmo, su eterna constancia. Eternas viajeras que no dejan nunca de cambiar, que se irán para no volver, dejándonos a nosotros atrás…
   De ellas nacimos. En un día no tan alejado al de hoy, con su lluvia, su tierra mojada, su hastío a la eternidad. Así nacimos todos: sin preguntar primero. Después todo fue como siempre: alguien quiso sobrepasar la raya, tomó del árbol que no era (pero sí que era) la fruta que no debía y caímos en el laberinto de las puertas cerradas. Allí donde nos enseñaron que el saber, en suma, lleva a la autodestrucción; que el querer no es saber no estar solo; y que la verdadera pregunta no era “por qué”, sino “para qué”.
   De las nubes aprendí a no enfadarme. De ellas, sólo por ellas, supe ver lo absurdo que fui cuando me creí el centro del mundo, pues nadie lo es y todos lo somos.
   De esta manera supe ver que ellas son así: imperecederas, infatigables, como la gota de agua que me compone y me deshace; delicadas y fuertes al mismo tiempo, arrebatadoras y madre de todos. Por ello cuando las veo desaparecer sobre el final de mi horizonte, temo que no vuelvan jamás, pero algo dentro de mí me dice que regresarán. Será mi corazón de nube que a nada teme, que sabe que puede romper montañas y fatigar océanos. Algo valiente que se esconde y me condena.
 
   Porque ellas son el numen de todo, porque no son esclavas de nadie.
Porque yo acepté mi condición de nube.
Porque ellas.

miércoles, 8 de julio de 2015

Soneto II

Vivir y con vivir qué sufrimiento.
Me ahogo en las orillas de esta agua,
Por mí pasa la corriente del tiempo,
Dejándome, cada vez, más arrugas en el alma.  

No recuerdo al hombre de mi reflejo,
Tampoco al que se estrecha y me abraza,
Manos que arden y me traen el recuerdo,
De la niñez donde jugaba a ser viento con las ramas.

En el horizonte veo el espejo blanco,
Que me refleja y me condena,
¿Será tuyo, querida Luna, este sentimiento que me apena?

Esta Luna traerá consigo un día distinto
Y en ella me veré cada vez más viejo y más cansado
Y con ella vendrá otro Sol, cada vez más frío y más lejano.

viernes, 3 de julio de 2015

Sacrificio

   Bendito mi rapto —pensé cuando vi mis piernas y mis brazos atados por un cordel—. Bendita sea esta prisión de movimientos que, con apenas esfuerzo e ingredientes, había encogido el coraje de mi alma valiente.  Mi cuerpo se balanceaba torpemente alrededor de un tronco de madera del que, sin éxito, intentaba soltarme.  Mis fuerzas menguaban a cada intento de fuga, a cada cual me parecía más pesada la cabeza; en un último esfuerzo intente morder el cordel, pero este era fuerte y tenso y se resistió, como las veces pasadas, a la presión de mis dientes. Ahora sólo me dejaba llevar por la inversa selva, donde las plantas habían aprendido a crecer en la dirección opuesta al cielo; ahora, abandonaba la esperanza de salir de mi rapto con vida, sería alimento para estos monos sin pelo, sería su cena, su comida, su ropa, su rito, su símbolo, su demonio y su promesa.
  Me dejo llevar y me invaden recuerdos de cuando era joven y vagaba con mis hermanos por estos montes de los que tanta vida y paz he recibido; pero ahora lo voy dejando atrás y se va sumiendo en el recuerdo que, lentamente, se convertirá en olvido. Se dibuja ante mí una montaña de proporciones perfectamente extrañas, donde esperan a mi llegada un centenar más de los dichosos monos. Todos chillan y enloquecen con mi llegada, provocando gritos de júbilo que se oyen y se refugian en el silencio de la selva que los envuelve. La noche se cierra a nuestras espaldas, pero los habitantes de la montaña parecen controlar la luz e iluminan con ella el interior. Ahora todo se envuelve en la danza entre la luz y la sombra y mis ojos lloran al verlo, al ver tan arcaica belleza y me siento insignificante ante el poder de tal pueblo. Ya he aceptado mi muerte y sólo espero la velocidad de esta. 
   No supe hacia dónde me llevaban hasta que vi, en lo alto de un pequeño monte de madera que encerraba la montaña en su interior, un monolito de piedra. Vi a uno de los habitantes de la montaña esperándome en uno de los lados del monolito y que parecía mirarme, gustoso de lo que allí iba a suceder. Dijo algo en una inventada lengua, artificial como ellos y con la que sólo ellos se entendían. Me pareció muy egoísta por parte del pueblo de la montaña no decirlo en alguna lengua universal, enseñadas desde tiempos remotos por el viento, el agua, el sol y las nubes; para que así todos nos diéramos cuenta de lo que iba a ocurrir, pero luego me cercioré de que yo era el único extranjero y, tal vez, el único que merecía saberlo. Más tarde me di cuenta de que mi deber no era saberlo, pues tarde o temprano la respuesta llegaría por una de sus inescrutables ramas; sino que mi deber estaría en comprenderlo y llegar a perdonar lo que los hombres de la montaña tenían preparado para mí. Pero puedo decirlo abiertamente: jamás lo comprendí y jamás los perdonaré.
   Al fin dejaron reposar mi cuerpo sobre la húmeda piedra que había sido espolvoreada con plantas de la zona y la cual me perfumaba del olor del campo y la selva. Una brisa cálida atravesó el monte de madera y me recordó a mi hogar; allí donde mis hijos y mi mujer estarían agobiados de buscar sin encontrarme. Seguro —pensé— que estarán llamándome desde las alturas; hablando con el viento para que me busqué y me encuentre y me guíe en el camino de vuelta a casa; pero tan lejos estaba yo de esa brisa como lo estaba del encuentro con mi mujer y mis hijos. 
   Soltaron mis cadenas de tela y, antes de que me acostumbrará a la libertad, me pusieron boca abajo, golpeando mi barbilla contra la piedra,  mientras dos hombres me sujetaban de las extremidades, dejándome desprotegido ante el tercer hombre de la montaña que ya se acercaba hacia el monolito con aires de verdugo. Pude escuchar como en lo más bajo del monte un grupo de hombres se habían apoderado de tambores y de los que ahora salía el retumbar del aire. Lo tuve frente a mí, quise morderle, arrancarle la piel raptada que llevaba como vestido, mostrarle la furia de mi pueblo, pero dos manos cayeron sobre mi como dos piedras y me mordí la lengua. No pude ver lo que hacían, seguían tocando los tambores mientras el verdugo hacía uso del cuchillo que tenía como garra. Percibí el cansancio en la respiración agitada del verdugo y las lágrimas brotaron de mis ojos al ver lo que había hecho. Se acercaron otros dos hombres, del mismo carácter del que cantaba, y se llevaron con ellos mis queridos cuernos gemelos: me habían arrebatado el orgullo. ¿Por qué mis cuernos?, ¿Qué necesidad había de separarlos de mí, de arrebatarme algo que no podía ser consumido por sus frágiles estómagos?  Los vi marcharse, vi separarse una parte de mí, pues eran mis hijos, mis hermanos, mi compañía en el camino. Las lágrimas inundaron mis ojos y la piedra se mojo de llanto. Y los vi por última vez, desapareciendo entre sombras y gritos y el retumbar de los tambores, el canto de la gente; los vi desaparecer antes que el Sol que ya se había escondido por los altos árboles del horizonte, y que dejaba ver, por última vez, su abanico de rayos celestiales. Seguí llorando hasta que dejé de verlos.
   Y al fin me di cuenta del propósito que tenían los hombres de la montaña. Supe entonces que lo que querían no era comerme, sino sacrificarme; despreciar mi sangre y mi carne, arrojándola por el barranco irregular donde, en su fin desigual, sonaban los gritos y los tambores. ¿Qué desprecio había cometido yo a los hombres para que así tratasen mi piel, mi vida, mi sangre y mi alma?
   Situado ya para que pudiera ver por última vez el cielo, viendo, entre dos rocas, la última luz del día, sentí, al fin, el desgarro de mi piel y vi llover mi sangre sobre la pagana piedra. Un Dios, avergonzado y difuso, me miraba desde las alturas, sin entender la conexión entre mi sangre y las cosechas. Abatido me estrechó la mano, agarrando con fuerza mi alma, alejándome de las bestias de los hombres; y vi mi cuerpo, inerte, sumergirse en su propia sangre, y los ritos a lo lejos, mientras la plebe gritaba y mi sangre corría; «humanos…» —fue mi último pensamiento antes de entrar por las cortinas de espejo y artificio.     

sábado, 6 de junio de 2015

Queridos versos que huis con ternura:

   Verso caído que rimas con ternura,
   Elegía a tu querida letra,
   Que observas cómo su sangre, alma pura,
   De tinta se aleja de su imprenta.

   Querido verso, te pregunto,
   Si me recuerdas en aquella tarde tan calmada,
   Cuando leía, en el eco de tus letras,
   Tu misteriosa voz apagada,
   Y encontré tus propias letras, ya caducas,
   Con la tinta desmayada.

   Me hundí en la oquedad de tu verso
   Que pierde en sus caricias el vibrar del tiempo,
   Y dejé de escuchar tu amable voz lejana;

   Ya no llamarás más a la puerta de mi alma,
   Ya no te verá caminar por el valle, sin recuerdos,
   Desnuda de fuerza, acento, cuerpo y esperanzas.
   Desnuda del polvo y la nada.

   ¿Habrá letras más sinceras —me pregunto— que las letras que se mueren?
   ¿Qué voz habrá que no las nombre, qué llanto habrá que no las llame y busque en ellas tu luz y tus sombras, querida poeta; que busque y encuentre el fatigar de tu voz cansada?
   Que encuentre, así sea, en las rimas tu viento y en las letras tu enseñanza.

lunes, 27 de abril de 2015

Soliloquio de Medianoche por Octavio Paz

   Al no encontrar por ninguna página web, ni por ningún blog este poema entero y perfecto, he decidido transcribirlo de mi libro de poesía de Octavio Paz para que así halla al menos uno. Para que el próximo que tenga que buscar este poema vía web no tenga que dar tantas vueltas como yo.
   Poema obtenido del libro Libertad bajo palabra, Ed. Cátedra. 2009 9ª edición, Madrid.
   ¡Qué lo disfrutéis!

Dormía, en mi pequeño cuarto de roedor civilizado,
Cuando alguien sopló en mi oído estas palabras:
«Duermes, vencido por fantasmas que tú mismo engen-
      dras,
Y mientras tú deliras, otros besan o matan,
Conocen otros labios, penetran otros cuerpos,
La piedra vive y se incorpora,
Y todo, el polvo mismo, encarna en una forma que res-
    pira».

Abrí los ojos y quise asir al impalpable visitante,
Cogerlo por el cuello y arrancarle su secreto de humo,
Mas sólo vi una sombra perderse en el silencio, aire en
        el aire.
Quedé solo de nuevo, en la desierta noche del insomne.
En mi frente golpeaba una fiebre fría,
Hundido mar hirviente bajo mares de yelo.
Subieron por mis venas los años caídos,
Fechas de sangre que alguna vez brillaron como labios,
Labios en cuyos pliegues, golfos de sombra luminosa,
Creí que al fin la tierra me daba su secreto,
Pechos de viento para los desesperados, elocuentes vejigas ya sin nada:
Dios, Cielo, Amistad, Revolución y Patria.

Y entre todos se alzó para hundirse de nuevo,
Mi infancia, inocencia salvaje domesticada con palabras,
Preceptos con anteojos,
Agua clara, espejo para el árbol y la nube,
Que tantas virtuosas almas enturbiaron.

Dueño de la palabra, del agua y de la sal,
Bajo mi fuerza todo nacía otra vez como al principio;
Si mis yemas rozaban su sopor infinito
Las cosas cambiaban su figura por otra,
Acaso más secreta y suya, de pronto revelada,
Y para dar respuesta a mis atónitas preguntas
El fuego se hacía humo,
El árbol temblor de hojas, el agua transparencia,
Y las yerbas y el musgo entre las piedras y las piedras
se hacían lenguas
Sobre su verde tallo una flor roja me hablaba,
Una palabra que me abría cada noche las puertas de la noche
Y el mismo sol de oro macizo palidecía ante mi espada de madera.

Cielo poblado siempre de barcos y naufragios,
Yo navegué en tus témpanos de bruma
Y naufragué en tus arrecifes indecisos;
Entre tu silenciosa vegetación de espuma me perdía
Para tocar tus pájaros de cristal y reflejos
Y soñar en tus playas de silencio y vacío

¿Recuerdas aquel árbol, chorro de verdor,
Erguido como dicha sin término,
Al mediodía dorado,
Obscuro ya de pájaros en la tarde de sopor y de tedio?
¿Recuerdas aquella buganvilla que encendía sus llamas
      Suntuosas y católicas sobre la barda gris,
La recuerdas aquella tarde del pasmo,
Cuando la viste como si nunca la hubieras visto antes,
Morada escala para llegar al cielo?
¿Recuerdas la fuente, el verdín de la piedra,
El charco de los pájaros,
Las violetas de apretados corpiños, siempre tras las corti-
        nas de sus hojas,
el alcatraz de nieve y su grito amarillo, trompeta de las
     flores,
La higuera de anchas hojas digitales, diosa hindú,
Y la sed que enciende su miel?
Reino en el polvo, reino
Cambiado por unas baratijas de prudencia.

Amé la gloria de boca lívida y ojos de diamante,
Amé el amor, amé sus labios y su calavera,
Soñé en un mundo en donde la palabra engendraría
Y el mismo sueño habría sido abolido
Porque querer y obrar serían como la flor y el fruto.
Mas la gloria es apenas una cifra, equivocada con fre-
      cuencia,
El amor desemboca en el odio y el hastío,
¿y quién sueña ya en la comunión de los vivos cuando
      todos comulgan en la muerte?
 
A solas otra vez, toqué mi corazón,
Allí donde los viejos nos dijeron que nacían el valor y la
      esperanza,
Mas él, desierto y ávido, sólo latía, sílaba indescifrable,
Despojo de no sé qué palabra sepultada.

«A esta hora» me dije «algunos aman y conocen la
       muerte en otros labios,
Otros sueñan delirios que son muerte,
Y otros, más sencillamente, mueren también allá en los
      frentes,
Por defender una palabra,
Llave de sangre para cerrar o abrir las puertas del mañana».
Sangre para bautizar la nueva era que el engreído profeta vaticina,
Sangre para el lavamanos del negociante,
Sangre para el vaso de los oradores y los caudillos,
Oh corazón, noria de sangre, para regar ¿qué yermos?,
Para mojar ¿qué labios secos, infinitos?
¿Son los labios de un Dios,
De Dios que tiene sed, sed de nosotros, nada que sólo tiene sed?

Intente salir y comulgar en la intemperie con el alba
Pero había muerto el sol y el mundo, los árboles, los animales y los hombres,
Todos y todo, éramos fantasmas de esa noche interminable
A la que nunca ha de mojar la callada marea de otro día.

viernes, 24 de abril de 2015

Un desorden bien cuidado

    A Ernö
 
 
   Había preparado el café, perdido en el recuerdo de la noche anterior, y,  mientras, miraba como la última gota del bello don del sur caía en la negra balsa que encerraba y formaba la cafetera. Como cada mañana, se disponía a tomar su café viendo las noticias, pero al pasar por el monumento del recuerdo, se asombró al ver que en su interior el hexaedro de su orden estaba completamente revuelto y se reía de su recuerdo en su cárcel de cristal. Se acercó con el café en la mano y como un detective inspeccionó con cuidado la cerradura que lo contenía. Estaba intacta para su asombro, nada explicaba cómo aquel cubo se había vuelto de revés en su orden y cómo los colores se habían mezclado tan perfectamente como para no saber cómo comenzar a ordenarlo. « ¡Qué desastre!» dijo mientras cogía las llaves. Abrió la vitrina cuidadosamente, intentando que no se escapara lo que había provocado tal desorden, pero nada escapó, pues nada había. Cogió al objeto que no hacía más que burlarse de él; lo rehízo y lo ordenó, cada color en su cuadrante. Todo encajaba a la perfección: el centro con su arista; los algoritmos que venían en olas del recuerdo, memoria muscular de la infancia. Un giro más de muñeca y se resolvió por arte de magia. Habían pasado muchos años desde la última vez que había resuelto el puzle de los colores y la sensación era maravillosa. Quería seguir pensando qué era lo que había provocado aquello, pero tenía que ir a trabajar y apurando el café salió por la puerta de la entrada que también es la de salida.
   A su regreso todo continuó como lo había dejado: el cubo se encontraba en el interior de la vitrina, ordenado y hecho; aquello que lo había desordenado en la noche no había vuelto y eso le transmitió una cierta tranquilidad. Omitió el incidente de la mañana y lo convirtió en una anécdota más que contar a los amigos. Su día, por otra parte, transcurrió como siempre: después de volver del trabajo se sentó a leer las facturas; también, después de comer, jugó unas partidas a la consola; y al final del día, cuando el sol estaba poniéndose, leyó su libro favorito. Pero, aunque todo lo demás hubiera transcurrido con normalidad, nada podía quitarle de la cabeza el suceso de la mañana. Mientras miraba las facturas, aunque de manera desenfocada, sabía que el cubo le miraba desde la vitrina; también jugando a la consola sentía el peso de la mirada en la espalda; en cambio, con el libro y el atardecer y el cigarro nada de eso ocurrió, las letras no eran un espejo, sino mundos, y él ya no estaba en la habitación, nada podía ser desenfocado, ni tampoco sentido en las viejas calles de Londres de aquel cuento inglés. Al anochecer, antes de cerrar los ojos por última vez en aquel día, pensó de nuevo en el cubo y la vitrina, pero ella estaba ahí con él, respirando el mismo aire, sintiendo el mismo calor; y ya no importaba.
   Acaeció que al día siguiente, al despertarse, el objeto se encontraba de nuevo desordenado y, en este caso, la vitrina estaba abierta. La pasión de la noche le había hecho olvidar todo aquello, pero de repente el objeto estaba ahí deshecho y desfigurado, la vitrina abierta y el sentimiento de amenaza le invadió todo el cuerpo. Sentía que alguien estaba jugando con él y lo buscó por todos los huecos de la casa, pero no encontró nada, sólo un dólar arrugado y lo que debería ser los restos del martes de la pizza. Llamó aquel día al trabajo, arguyendo que no iba a trabajar por problemas médicos, pero en realidad se quedó en la casa sin hacer nada, sentado en una silla y mirando hacia la puerta y la vitrina, asustado valiente que temía que alguien apareciera. Pasaron las horas y por allí no apareció nadie. Llegó a la conclusión, después de pasar toda la mañana sentado, que nadie iba aparecer y que si lo iba hacer lo haría de noche, justo cuando la vitrina estuviera cerrada, el cubo perfectamente hecho y él dormido. Así que, recordando de nuevo los torneos que había ganado y el tiempo que alguna vez brillo en su gloria, rehízo el objeto, un poco más que lo que ponía en el diploma que brillaba en la pared de la vitrina. Cerró la vitrina con llave y continuó viviendo: unas cuantas partidas a la consola, el amor a media tarde, la lectura en el crepúsculo y la cena y las velas a las que les acompañaron las risas y los besos. Llegada la media noche se sentó y espero a que algo apareciera, pero a su asombro nada lo hizo y miró la hora y ya era muy tarde, mañana no funcionaría lo del médico y tendría que ir al trabajo. Durmió intentando no pensar en lo que iba a ocurrir mientras él dormía, pero era tan agradable a su lado, tan suave su espalda que el sueño llegó deprisa, y fue profundo.
   El tiempo había decidido pasar tranquilo y cálido desde el mes pasado en que todo comenzó. La vida sonreía y la vitrina amanecía abierta y el objeto desordenado. Era algo tan confuso que aquel desorden le trajera tanta paz. Se había acostumbrado a ello y se despertaba con tiempo para hacer el café y ordenarlo de nuevo, con nuevos algoritmos, reinventando lo ocurrido y recordando el trofeo que alzo por esos nueve segundos y medio. Volvió su pasión por las cosas y ella era tan bella. Regresó el cronómetro, aunque jamás se había ido, contando una y otra vez en el interior de aquella caja de recuerdos, esperando al mismo segundo durante treinta años. Las lecturas se hicieron más apasionadas, al atardecer le sobrevino el amanecer, y durante la noche, mientras oía su respiración que era el tempo que tenía que seguir, recitaba sus propios poemas. Todo había sido puesto para encajar a la perfección como el centro y las aristas, como el verde al rojo, al naranja, al amarillo y al blanco, pero nunca cerca del azul. No, nunca cerca. Todo transcurría a su alrededor, todo le envolvía y eso le encantaba. Le encantaba la vitrina, le encantaba ella y el objeto desordenado.
   Pero todo cambió aquel día en el que la ventana se despertó abierta y la vitrina cerrada. Él amaneció junto a un sentimiento sordo de no haber soñado. Le había despertado de su no-sueño el frío que entraba por la ventana; era un frío Enero, y ya apenas podía salirse a la calle; la calle era de las heladas y del viento, no de los hombres. Al frio le acompañó el tedio, el sentimiento de abandono en aquel océano de sábanas, ¿qué día es hoy?, ¿por qué se fue sin despedirse? Se levantó y dejó atrás el frío y el aburrimiento, ahora era el momento de preparar un café y afrontar el desorden que hacía un mes ya era orden para él. Pero ya no había anormalidad en su dormitorio, la vitrina y el objeto amanecieron como debían amanecer, pero no como llevaban haciéndolo desde hacía un mes. No comprendía nada, primero ella no estaba en la cama y ahora eso; recordaba haberlo dejado hecho el día anterior antes de acostarse, recordaba haber cerrado a la perfección la vitrina, por qué entonces no estaba deshecho el cubo y la vitrina abierta, ¿por qué todo sigue igual?, maldita sea. Cerraba y abría los ojos fuertemente, esperando que el desorden llegara, ¿por qué aquel orden tan desgraciado? Allí estaba el objeto, tan normal y ordenado, como lo había dejado él el día anterior. La vitrina cerrada y detrás el diploma que ya se le antojaba desagradable. Y recorrió su habitación de un lado para otro, de vez en cuando parándose para ver si el desorden había llegado de nuevo, pero no era así y allí continuaba en su quietud el objeto y la vitrina, mirándole desde su altar, junto al cronómetro y al diploma, junto a la esperanza vacía de que ella volviese, de que jamás se hubiese ido, si estamos a sábado, ¿por qué no amaneció conmigo? La ira le codujo la mano y los nudillos al cristal, el cual se rompió en mil pedazos, incrustándose en la piel donde ya corría la sangre por los valles de los dedos. « ¡Ella no volverá jamás!» dijo derrumbándose. Y el objeto, que le miraba desde la vitrina rota, le respondió: «No, no volverá».

viernes, 17 de abril de 2015

Llamada perdida.

   — Tú estuviste con Gabo, ¿No, Mina?
   Pero Mina no contestó, perdida entre el recuerdo de la huida de Mauro; porqué se fue tan de repente, sin decirme nada, sin ni siquiera despedirse de todos, sólo el sonido del teléfono y después el del portazo tras él, huyó sin ni siquiera darme un beso de despedida, para decirme que todo andaba bien, no es nada, no sos vos, no te preocupes luego te llamo y te cuento bien, pero se había marchado y la había dejado allí como una idiota esperando una llamada, una noticia, algo que le hiciera saber qué es lo que ocurría. Hacía una hora que se había marchado y nadie lo había notado, pero ella sentía la sensación extraña de que algo no andaba del todo bien. Él que no coge sus llamadas y ella y su preocupación estúpida, su recelo de que fuera otra, la envidia de la huida, de la no despedida, ella también quería irse, pero seguía encajada en el cómo.
   — ¿Mina?—  le repitió Julio mientras le tocaba la manga del jersey que colgaba de su brazo; una llamada de atención para que volviese de sus pensamientos.
   —Perdona, me perdí pensando una cosa,  ¿Yo con Gabo?—dijo, desvelando que estaba atenta a la conversación, pero que ésta le carecía de importancia y prefería sus pensamientos—Sí, pero ya sabés, una temporada corta, un juego de niños, nada más.
   —Vieron como sí salió con Gabo—replicó Julio que parecía ser el único que conocía la historia—. Bueno como fue una pavada no te molestará lo que ocurrió anoche: anoche, en el portal de la casa de Lucía, apareció Gabo en su bicicleta y hablando por el telefonillo le declaró su amor por ella. Ella, que siempre ha sentido algo por él, le dijo que sí y se dieron un beso enorme en la puerta del portal. Todo quedo ahí, en un beso, pero los dos idiotas ahora se sienten mal por todo lo que pueda pensar Mina de ellos. A vos no te importá, ¿cierto, Mina?
   —No, para nada. Ahora estoy con Mauro y estamos rebárbaro. Me alegro por ellos—dijo con una sonrisa de escaparate y,  terminando de atender al tema de conversación, dejo caer sus manos en el teléfono.
   — ¿Y vos como sabés eso?—le preguntó Rosi, la cual, había estado distraída armando un cigarrillo y que ahora, encendido, le otorgaba un aura de «madame» con su muñeca doblada y apoyada sobre el inicio y fin de su barbilla.
   —Carlos, que justamente pasaba por ahí, lo vio todo y me lo contó  al llegar a la casa.
   —El mundo es un pañuelo, y mucho más en Buenos Airesañadió Rosi fumando un poco más del cigarro de su mano.
   —Julio, ¿por qué no vino Carlos? —dijo María interesada en los problemas ajenos.
   —Mañana le toca presentar el examen de química de la universidad y está en casa estudiando. Literalmente me echó de casa con la excusa de que le distraía demasiado—le pidió permiso a Rosi y él también se armó un cigarrillo.
    —Bueno, pongan esa maldita película y que alguien llame a la idiota de Lucía y que deje de hacerse la novela en el interior de esa cocina.
    Y todas rieron y ninguna dijo ya nada, sólo se oía el televisor que dibujaba la película favorita de todas y únicamente, como trasfondo, se  escuchaba a Lucía acercarse mientras hablaba con Gabriel por teléfono y ambos discutían: ella tan valiente, cuando salga se lo voy a decir, déjate de pelotudeces Gabriel, se lo digo y ya, no te preocupes, es una tontería, seguro que ni le importa, y él tan cobarde, pero baja, no, no le digas nada, espera un tiempo, ella sabe que me gustaba y yo le gustaba a ella, además son amigas y le va a resultar extraño, pero suerte que Mina andaba en el extremo opuesto del sofá y nada oía y nada le importaba, sólo miraba el teléfono, el televisor siempre le había resultado un inventado raro. Miraba cómo el corazón del teléfono y el suyo se apagaban por momentos, pensando que porqué aquel tres por ciento de batería si apenas lo había usado, maldita compañía de mierda, menudo estorbo este cacharro. Mauro cada vez más lejos y ella más desesperada.
    — ¿Se acuerdan de Lucho?—dijo Celia, dueña de la casa y de las conversaciones, interlocutora que se centraba en ir marcando el margen de la charla, guiando a todas al mismo corral donde ella era la presentadora y el resto meros figurantes—, pues no se lo van a creer, pero Lucho se metió a un gimnasio y ahora está fantástico con esos ojos verdes, una musculosa espalda, y ese rostro fijo y serio que te mira sabiendo que ya no es tan feo, sabiéndolo todo y sabiendo que me tiemblan las piernas cuando me mira y me habla.
    — ¿Qué Lucho? ¿El de la escuela?—preguntó María sorprendida, sabiendo que ella lo había rechazado tantas veces como cursos tenía la escuela.
    —El mismo Lucho. Llevamos días hablando por el móvil y ya nos hemos dicho que nos gustamos, cómo queremos llamar a nuestros hijos; se lo imaginan, mulatos de piel de oro y ojos verdes, van a ser bellísimos. Así que es muy probable que lo traiga a la próxima reunión que hagamos para que lo vean.
    — ¡Qué bueno!— dijo Rosi apagando su cigarro—, traelo y así vemos lo bello que está—estas palabas disgustaron a Celia que, como dueña de la casa, requería de un respeto hacia ella y lo que ella ya llamaba a viva voz «su novio», aunque aún no se hubieran besado. Igualmente y, como sabía que Rosi lo decía todo a viva voz sin pensar mucho en las palabras, continuó describiendo detalladamente a Lucho, el cual, se había convertido en el tema principal de toda la reunión.
    Miró de nuevo el teléfono, arriesgando la poca batería que ya marcaba un número dos en su fondo de desesperación, pero tenía que verlo de nuevo, comprobar con sus ojos que no se había conectado y que no andaba pegándosela con otra, «22.04», respiró y se agobió aún más, si se hubiera conectado, al menos se me habría ido este agobio estúpido, no sé si está bien, si está mal, no sé dónde anda, carajo Mauro, contestá al maldito teléfono. Agarró palomitas del bolde que Lucía había traído, y mientras ésta la miraba con invitación de querer hablar, Mina se centraba de nuevo en el teléfono y dejaba aparte las conversaciones sobre Lucho y su cuerpo de gimnasio. Pensó en llamar a su madre, suerte de memoria celular que ya no obligaba a acordarse de los números. La localizó en la agenda, pero al instante el nombre se volvió nube, incesante luz que se pierde entre las sombras grises y negras; el teléfono quedó dormido en la palma de su mano y ya no quedaba otra que esperar, que mirar el móvil de Mauro por el teléfono de persona ajena o preguntarle a Celia sobre dónde guardó el número de la madre de Mauro para llamarla desde el fijo, pero Celia estaba tan perdida contando su encuentro con el nuevo Lucho que seguro ni se acordaba de dónde estaba el teléfono fijo. Todo lo que quedaba era esperar. « ¿Esperar a qué?» pensó mientras se dejó llevar por las conversación de Lucho, qué bueno, no me digas, pero yo no le recuerdo tan feo, tú siempre ves feos a todos Celia, todas rieron y Mauro quedó perdido, al igual que la llamada que sonó diez veces antes de que el traficante se diera cuenta de que algo vibraba en el bolsillo del joven. Lo recogió y miró en su interior, en la pantalla digital: «Mina, qué nombre tan bello para una mujer», volvió a meter el teléfono en el bolsillo y arrójenlo ya, esta mierda pesa demasiado, y el teléfono murió en el interior del pantalón mientras los peces picoteaban del cuello del muchacho donde una brecha de sangre irrumpía el azul del mar.

domingo, 29 de marzo de 2015

Trece

Trece, qué número más impar para la suerte.

Las luces se pierden y juegan a ser sombra de nuevo,
Sombras que esconden tu mano y la mía jugando a quererse,
Jugando a perderse, como dos ríos viejos a quienes nadie quiso.
 
Tus dedos son voces de agua, cargados de fantasmas y temores,
Junto a los míos, que son viento y esconden tempestades.
 
La voz que juega al azar repite el número que ha vaticinado el hado: Catorce…

« ¡Vaya!-dice tu voz, repite mi mente-, qué cerca estuvimos de querernos de nuevo,
Catorce está tan cerca del trece…»
 
Quizá la próxima vez, allí donde las sombras son luces,
Y las manos no juegan, sólo sienten.
Allí donde tus labios y los míos repitan: «Mi suerte es tenerte»
Allí donde mi número trece y tu número quince bailen juntos
                                                                          por no tener suerte]
y se repitan el uno al otro: «el catorce está tan cerca del trece»
 
Mi trece impar, tu quince herido…
No ha existido nunca un veinte tan jodido,
Es el catorce que se repite como un puente,
Puente que dibuja tu mano con la mía,
Donde decimos en claro entre las sombras que nos envuelven,
Nos abrazan y nos mecen, aquellas que susurran: «el catorce está tan cerca del trece»

Y tu mano se agarra con más fuerza, el puente aún no debe arder.
No podía ser veinte, no son estos tus últimos versos.
Es catorce, tu puente y el mío, allí donde el amor no esconde maleficio.
allí donde creímos que el catorce estaba cerca del trece...
allí donde tu quince no estaba tan herido...
allí donde el trece era el número mas querido.

lunes, 23 de marzo de 2015

La golondrina y el convento.


   En un estampado azul y blanco, entre la topografía que dibujaban las altas montañas y el cielo, revoloteaba una joven golondrina que jugaba a hacer círculos en el aire. La dulzura que le había transmitido un cálido viento del sur, le había llevado a volar durante varios días en dirección al este, sin saber que estaba siendo guiada hacia el interior de un valle. Un sol vehemente brillaba en el interior de sus dos alas negras y sentía como aquel viento tan reconfortante le recorría el cuerpo: desde el pico hasta su corta y bifurcada cola. En el interior del valle podía verse un antiguo convento, rodeado de una extensa vegetación y atrapado por las hermosas buganvillas; plantas trepadoras que ocultan tras su purpúrea belleza las afiladas espinas con las que se agarran y perforan a la dormida roca. El anciano convento solía hacer doblar sus campanas doradas cada hora, para así mostrar su redentora benevolencia a los silenciosos aires que ocupaban siempre aquel valle.  El llanto de las campanas, que según pasaba el día se iba haciendo cada vez más largo y eterno, atraía a una multitud de animales que sentían  que eran las lágrimas de la roca por la crueldad de la buganvilla. «Suelta ya la rocale decían, quita tus espinas de la delicada piedra», pero eso a la golondrina no le importaba, miraba con cierta incredulidad cómo los animales se preocupaban por algo, como lo era la piedra, que era incapaz de sentir. La golondrina sabía que la buganvilla no era cruel, ni malvada, era simplemente su forma de ser, «Igual que las tormentas de arenadecía la golondrina para sí, igual que cuando sube la marea y arrastra a los animales marinos a las orillas de la playa; esto no quiere significar que sea cruel, la naturaleza no puede ser cruel y mucho menos malvada».
   Esto decía la golondrina que se había apoyado en una de las piedras del convento y observaba, con tristeza, cómo la buganvilla lloraba por los insultos y gritos del resto de animales. La buganvilla sintió que algo le tapaba la luz, una opaca figura había eclipsado al Sol con su cuerpo negro.
   ¿Qué quieres joven golondrina?le dijo sin secarse las lágrimas. 
   Quería preguntartedijo la golondrina, nerviosa por su ignorancia, bella buganvilla: ¿qué es este lugar donde tú vives?
    Es un conventole respondió, aquí los hombres viven para rezar y brindar culto a todos los seres creados por Dios. Pero esos pobres seres han creado un convento en mitad del valle y apenas tienen para alimentarse con las plantas que crecen a su alrededor. Están todos muy delgados y desnutridos, Dios les abandonó al desdén del tiempo y de las cosas.
   La golondrina no podía creer lo que le acaba de contar la buganvilla e incrédula inició un vuelo raso que le introdujo en el convento por una de sus tantas ventanas tapiadas. ¡Qué talento tan majestuoso tenía la joven golondrina para moverse por entre las vigas húmedas! Nada podía pararla, extendía sus alas para planear sobre las largas maderas y las doblaba para introducirse por espacios cerrados; eso hacía la joven golondrina en un silencio espectral, desapareciendo entre las sombras como un fantasma.
   Llegó al lugar donde los hombres descansaban, ignorantes de que les observaba una golondrina, mientras ellos dormían en su lecho. Doblaron seis veces las campanas y, uno a uno, fueron incorporándose de sus camas para ponerse una sotana marrón que les cubría todo el cuerpo. «Qué raros son los indígenas de este lugar»dijo la golondrina sorprendida del caso que le hacían los hombres a las campanas. En el momento en el que se marcharon todos, la golondrina, curiosa por naturaleza, descendió del techo de la habitación, para saber así un poco más de los seres humanos. Cuál fue su sorpresa al verse ante los pies de uno de los seres, más altos de lo que había imaginado, que con sotana marrón, la observaba desde su prestigiosa altura. La miraba con ojos hambrientos y secos; la sonreía, a la golondrina, con sus encías marrones de masticar las hierbas que crecían en el convento; parecía un león enjaulado al que nunca le habían dado de comer. Se abalanzó sobre ella, pero en un arduo movimiento la golondrina pudo escapar por uno de los laterales. Salió por la puerta por donde habían salido todos los hombres y, batiendo sus alas lo más rápido que podía, escapaba de la idea de ser comida para aquel hombre.  Al hombre hambriento se le sumaron otros, más hambrientos y feroces; algunos, incluso, traían en sus manos escobas y palos con los que intentaban tirar al suelo a la pobre golondrina, pero era imposible, la golondrina no paraba de moverse dibujando tirabuzones y esquivando los largos pies que sobresalían de la sotana. Se sentía ya libre cuando una poderosa fuerza con una implacable destreza la enjauló en una cándida cárcel, caliente, oscura y sin principio ni fin; había sido atrapada por uno de los tantos opresores que la habían perseguido, ahora sólo sería carne y alimento, que usarían para nutrir su desvergonzado y flaco cuerpo.  Su ignorancia le hizo probar suerte con el pico para ver si así alguna de las paredes cedía, pero al hacerlo sólo pudo oír el grito de un hombre y sentir cómo las paredes se acercaban velozmente.
    Se quedó sorprendido el hombre al abrir su manos y encontrarse con una bella golondrina muerta. Su poderosa fuerza le había hecho apretar con demasiada rudeza hasta que algo tan frágil, como la vida de una bella golondrina, se había desvanecido entre sus manos. «Si no hubiera intentado escaparse-dijo el hombre para sí seguro que seguiría con vida. Yo no quería esto, yo sólo quería tocarla un poco, antes de liberarla. Yo no quería que nadie le hiciera daño. Yo no quería esto-repetía mientras tocaba el cuerpo dormido de un ave que no respiraba», siguió empujando su cuerpo con el dedo, el cual, inmóvil, no respondía a las llamadas del hombre. Se miró el hombre la mano, donde corría un hilo de sangre, que surgía de la herida por el picotazo de la pobre ave. El hombre no sabía qué hacer, quería quedarse con la golondrina, pero sabía que tarde o temprano la descubrirían y todos intentarían comérsela. Así que, previendo esto, el hombre se acercó a uno de los altos ventanales del convento y rezando un ave maría empujó al pájaro hacia el borde del ventanal.
    Se encontraba la buganvilla un poco más serena que antes, pues los animales se habían marchado y habían dejado de decirle aquellas cosas tan horribles, cuando vio cómo un cuerpo, opaco, como la bella golondrina que había conocido antes, caía por uno de los ventanales del convento. Estiró uno de sus ramas y entre la abierta y rosada flor cayó el cuerpo inmóvil de la golondrina. «Oh, bella golondrina, ¿qué te han hecho los seres que viven en el convento?» La buganvilla intentaba con sus espinas mecer a la joven golondrina que no respondía a sus llamadas. Entonces, la buganvilla cerró su flor alrededor del cuerpo de la  golondrina, creando la tumba más bella para el ser más bello. Una lágrima, proveniente de la triste buganvilla, se había introducido en el interior de la flor, cayendo sobre el pico de la negra golondrina. Empezó levemente a respirar, después a mover de un lado para otro sus alas, creyendo que aún se encontraba en el interior de la cándida cárcel humana. La buganvilla abrió su flor y vio cómo la golondrina respiraba y aleteaba de nuevo.
    Oh, bella golondrina, vuelves de entre los muertos y te ves más bella que nunca.
    Pues vuelvo, porque tu amor y cariño, que se habían transformado en lágrima, me trajeron de vuelta. A ti te debo mi resurrección, rosada buganvilla, a ti te debo mi vida y por ello, a partir de ahora, te defenderé cuando doblen las campanas y los animales del valle vengan a insultarte y a increparte tu forma de ser por nacimiento.

viernes, 20 de marzo de 2015

Eclipse

   Escrito tras el eclipse del 20 de Marzo de 2015, donde nadie miró al cielo.

   Caminaban torpes e inertes las figuras en aquellas calles en las que apenas podía verse al Sol, pero en las que sí se podía sentir su luz y calor. Nadie miraba a nadie, no entendían el motivo de caminar; no sabían porque andaban erguidos, nadie miraba a nadie, era la interacción continuada del golpe en el hombro y el "perdona" de después. Algunos iban al matadero en tren y se perdían por el laberinto férreo que había creado el gobierno para ellos; otros, en cambio, preferían ir andando, adoraban la interacción del golpe en el hombro, sin sentir el calor ajeno que el otro respiraba, sin decir "perdón", sin responder "gracias". Fueran como fueran, todos tenían el mismo semblante apagado y dormido, rostro oscuro que respondía a la luz de un cielo azul enfermamente despejado. En aquellos bloques no tenían cabida los animales: no se oía su voz, no se sentían sus pasos. No existían árboles para dar sombra, toda ella pertenecía a los edificios que componían el matadero, y por ella caminaban los hombres dormidos sin preguntarse nada.
   La creación del matadero fue algo necesario, después de la guerra de los cuarenta años los hombres se encontraban perdidos, sin saber por lo que luchar, sin querer vivir en una tierra llena de remordimiento. Porque antes que la paz llega la pena y el pensamiento suicida que envuelve una paz política, pero no la paz que todo hombre necesita, no había paz a uno mismo. Esa no la puede dar el gobierno, esa no se escribe en ningún papel. Fue cerca de 1947, cuando la tierra había sufrido ya cuarenta años de continua guerra y los hombres que la habían empezado ya compartían vida en la muerte,  cuando un hombre, lo suficientemente loco para alcanzar la cordura, soltó su rifle frente a un enemigo y le dijo: "Mátame, pues esto no puede ser la vida sino el infierno, y si la única manera de huir es con la muerte, moriré y reencarnaré en alma para poder así vivir en el cielo, con mi mujer y mis hijos muertos. Los demonios andan ahora por la tierra. No existe Dios en esta guerra" Con ese grito de desesperación, aunque también de esperanza, acabó la guerra de los cuarenta años y sumergió a la humanidad entera en un estado de rencor, odio y recelo. El hombre se encontraba a la deriva en un mar de oro donde no había agua, carne y amor. El matadero fue una creación necesaria, quedaban pocos hombres en toda la tierra y no podían permitir que el rencor de una guerra anterior provocase la extinción de la especie. Una secuencia de botones, unas ideas preconcebidas, aquella importancia individual, aquella falsa salvación que provocaba ir a trabajar.

   Pero el cielo aquel día se tornó oscuro al mediodía. Sonaba justo la canción en la plaza del rezo, donde todos debían poner su mano en el pecho y rezar porque nadie tuviera la idea loca de sublevarse. A nadie le importó la oscuridad, apenas se podía diferenciar de aquella en la que vivían y compartían. La canción terminó y comenzaron todos a andar al mismo tiempo, provocando de nuevo los golpes en los hombros, provocando de nuevo el silencio estremecedor de una multitud callada; pero cada vez era más oscuro y las sombras del matadero se perdieron en una única sombra que envolvía a todo y a todos. Nadie levantó su rostro, nadie miró al cielo para observar al anillo de fuego y a la Luna opaca. Se fue acabando la noche, y a nadie le había importado nada. Desconcertados, sin saber si era de día o de noche, andaba perdida una bandada de pájaros silvestres, desgranando la paz a las sombras e imponiendo el ruido de su aletear y de sus cantos. Se habían introducido en el territorio humano, pero ellos no entendían lo que eran las fronteras. Alzó la mirada un hombre, sorprendido de aquel caos pasajero, después la alzó otro más, y así siguieron hasta que toda la multitud que se encontraba en la plaza del rezo miraban con estupor y pasmo a la bandada que había oscurecido el cielo. Era otra oscuridad, más agradable y ruidosa. "Se mueven como un río-añadió uno" "Oigo a mi corazón cantar-respondió otro" Todos compartían sus sentimientos ante aquel eclipse vivo que había oscurecido a la propia sombra. La bandada se elevó una última vez, en un tornado inmenso, oscuro, cambiante, el sol brillaba en el millar de alas. Encontraron el camino que les llevaría a casa y desaparecieron por el horizonte que dibujaban los edificios en el cielo. "Sigámosles-grito un apasionado" y toda la población del matadero respondió, siguiendo aquel profeta que les llevaría donde estaban los pájaros que les había hecho sentir de nuevo. Saliendo del último edificio del matadero brillaba algo en el horizonte que no habían visto en años, y a lo lejos, allí donde se perdía la vista, podía verse otra ciudad, verde y llena de vida. No era una ciudad rígida como el matadero, ésta aún en sus edificios más altos podía sentirse al viejo viento que viajaba alrededor y todo envolvía. "Este olor...-dijo uno que había cerrado los ojos para oler mejor-, este olor me resulta familiar" "Vayamos a aquella ciudad de allí, donde se escondieron los pájaros" La luz brillaba en sus ojos impávidos, serenos de tener vida de nuevo. 

lunes, 9 de marzo de 2015

Fronteras del sueño

   Una pequeña orquesta se encerraba en el interior del cantautor. Era pequeño y se encontraba subido a un poste viejo y sin pintar, y desde ahí tocaba su instrumento que era su voz. De vez en cuando se giraba para el público que tenía detrás, que era el bosque. En otras, agitaba sus coloridas alas y cambiaba de lugar para una mejor resonancia. Ellos mientras, al son de la melodía del soprano, cenaban y jugaban sobre quién tenía la mano sobre quién. Todo surgía mágicamente: las caricias, las sonrisas y las gracias venían como por efecto de un hechizo de amor; él no recordaba haber sido tan gracioso en su última vida. Ella no dejaba de mirarle con sus ojos primaverales y él intentaba que no viera el invierno en los suyos. Otra caricia más, otra sonrisa que se resbalaba por debajo de la mesa y hacía que sus pies se encontrasen como desconocidos aún sin presentar; otra mirada que descongelaba las cumbres del recuerdo de sus fracasos en el amor. De repente, ella le recordó su nombre;  «Ricardo». Él se sorprendió, parecía que aquella vez sí podía confiar en el azar y no en el amor. Él le recordó el suyo: «Marie». El champagne les acompañó a la habitación del hotel, y cuando menos lo pensaron ya iban por el primer cigarrillo; ella reposada sobre él, como la ropa sobre la silla, y él perdiendo sus dedos en el interior de su cabello.  « ¿Te quedarás conmigo toda la noche?» «Quién no lo haría».
   La noche se fue fundiendo con la luz de las lámparas del interior de la habitación. Ya no era necesario ser inteligente, gracioso, ingenioso y atractivo. Ahora, todo estaba resuelto, las cartas andaban boca arriba y  habían predicho a la perfección el futuro. Ella, de vez en cuando, rompía el místico silencio con alguna vana pregunta, intentando perpetrar en las arenas movedizas que es la historia de un hombre aún por conocer. Él se escondía con pretextos, besos, caricias y «hagámoslo de nuevo, quiero sentir aún más». Ella abandonaba el empeño y quedaba sumergida a la deriva del placer, al oleaje de caricias y al barranco de los sentimientos que afloraban a trompicones entre los besos. Una niña más que caía en sus brazos y quedaba engañada por su experiencia. Ahora todo sería olvidarla, esperar a que se durmiese para irse, dejándole en la mesita el precio suficiente para pagar un taxi y el precio de la habitación de hotel. Todo sería igual de fácil que la última vez. No debía amanecer con ella, eso sería un error. « ¿Te quedaras toda la noche?» «Ya te dije que sí» La noche se hizo interna y los cuerpos, ya cansados, descansaron el uno encima del otro. Pero nadie salió de la habitación.
 
   El día surgió por una de las tantas montañas que se podían ver entre las ventanas del dormitorio. Era el único edificio que se erguía a más de diez kilómetros y el Sol centraba toda su fuerza sobre él. La habitación estaba despejada y ordenada, parecía que allí no dormía nadie, pero los bultos entre las sabanas, y el ruido de la respiración airada, hacían ver los espectros que allí habitaban. Ella se levantó primero y no giró el rostro para mirar a su acompañante. Hacía meses que sentía el engaño y preveía que en cualquier momento él le confesaría su infidelidad con la otra mujer, aquella tal Marie a la que tanto gritaba por las noches. Se acercó al espejo donde podía ver el cuerpo dormido de su marido y, detrás de él, las montañas. Se aireo el pelo, bostezo dos o tres veces y se observó detenidamente buscando los desperfectos que él la veía. «No los encontrarás-le dijo un hombre dormido que brevemente se incorporaba de la cama-, pues no existen. No seas boba, vuelve a la cama conmigo» «Tengo que hacer cosas, ya sabes. Vamos, levántate de la cama y desayunemos juntos, nunca lo hacemos» «Te levantas tan temprano-le contestó él» «Y tú tan tarde» La fuerza de la conversación se perdió en aquel “tarde” mal aguantado, y el hombre cayó de nuevo sobre la nube de sábanas blancas que le susurraban el nombre de una mujer que no era la suya. «Eres un completo vago, aún no has terminado la novela. No hablamos nunca de ella, ni siquiera me has dicho el título que va a llevar» « “Marie”-le respondió el hombre, que no necesitó abrir los ojos para responder-, se llamará “Marie”» La mujer terminó de arreglarse el pelo y recogió de la mesa que se encontraba junto a la ventana un fino ordenador. «Nos veremos a la hora de la comida-le dijo sin ni siquiera mirarle». Ella cerró la puerta y dejó en su interior a un hombre dormido.
   Cuando se dio cuenta llevaba media mañana escribiendo. El café que había preparado se había enfriado en el interior de la taza y ahora sólo era un bálsamo negro de aceite que reflejaba con ternura y oscuridad el techo del dormitorio. Las letras habían surgido de una inspiración divina. No era capaz de comprender si era el lugar el que le inspiraba: tal vez las montañas; tal vez la alegría de la no civilización; tal vez el bosque de mil hojas que no dejaban nunca de danzar en el viento y de llamarle a gritos sordos; o quizás, era la importancia que otorgaba cada rayo de Sol, único y transparente, calor que cantaba al ego y le animaba en su trono. La barra vertical desaparecía en el fondo blanco y limpio de una hoja aún por empezar, una historia aún sin título donde lo único seguro era el nombre de la protagonista. Había escrito ya tanto sobre ella. Era capaz de imaginársela en la habitación con él, acompañándole en cada estrofa, en cada palabra que terminaba, en cada punto que marcaba un final. Alomejor era ella la que se escribía para seguir existiendo, tal vez él ya no importaba en aquel punto tan lejano; ella mandaba sobre él, tenía la necesidad de completarse y perfeccionarse como pudiera; ella necesitaba escribirse. Miró el reloj que marcaba las 13.04 sobre la pared anaranjada del hotel, recordó dónde estaba y con quién, y recordó también la cita a la hora de la comida. Cerró el ordenador, dejando la página en blanco sin escribir; Marie debería esperar a la tarde para seguir existiendo.
   «Llegas tarde-le dijo, mientras cerraba el móvil y lo introducía en el interior del bolso-, sabes que no me gusta esperar.» «Lo sé-le dijo sonriendo-, por eso estás conmigo. Yo jamás te haría esperar más de la cuenta» Ella sonrío cortésmente y al paso que se arreglaba el vestido, se recogió el pelo. Encendió un cigarrillo y dejó que el humo creara una pared entre la mirada de él y la suya. « Hoy haremos el amor-disparó la bengala que iluminaría toda la conversación-, y no puede pasar de hoy. Estoy en la etapa perfecta para quedarme embarazada y ya sabes que las chicas ya tuvieron hijos, incluso algunas ya van camino del segundo-decía ella, que más que sentir la maternidad sentía una obligación social» « Bueno-respondió él, ajeno a la conversación y a la trascendencia de su respuesta-, pero recuerda que tengo que seguir con la historia de mi novela-dijo mientras cortaba el Wellington que le acaban de servir.» «Eso puede esperar» Él, distraído, no podía dejar de pensar en aquella barra vertical que aparecía y desaparecía en aquel fondo blanco tan misterioso y mágico. « ¿Cómo habrá quedado la barra-se preguntaba para sí mismo-, habrá quedado perdida entre la inmensidad del blanco celestial, sin importarle Marie y su historia, o en cambio,  habrá alzado su brazo, gritando por su existencia, destruyendo las bases de una novela, manteniéndose firme y erguido?» Estaba perdido en sus pensamientos, como de costumbre, así la comida y la conversación se hacía más amena. A ella no le gustaba escuchar y cuando terminaron de comer se sintió a gusto de no haberlo hecho en toda la comida. Se besaron como desconocidos, torpemente y sin sentimientos; y mientras el subía en el ascensor, cada vez más cerca de Marie, ella cogía una llamada en su teléfono y se perdía en el trabajo.
   Llegada la noche llamarón a la puerta del dormitorio. Él se encontraba lavando los platos de la cena mientras releía lo que había escrito aquel día. Al abrir la puerta se encontró a su mujer con un vestido de fina seda, que no hacía bien la labor de tapar el cuerpo humano. Ella, con su mano ocupada sosteniendo las copas y el champagne, le pidió entrar y él, con sus manos ya en las caderas de ella, la invitó a entrar. « ¿Por qué tardaste tanto?» Le siguió un beso, distintas caricias y la pérdida directa entre el laberíntico oleaje de las sabanas. El champagne rodo a lo largo de la estancia abandonado, mientras, a través de sus aguas, verdes y agitadas, podían verse a dos espectros jugando a quererse.
 
   « ¡Qué desastre!-pensó al verse aún en la habitación del hotel, atrapado por unas cadenas cálidas, y por una respiración que le golpeaba en su pecho desnudo» No sabía por qué se había quedado a dormir. Sabía que no debía hacerlo, ahora los sentimientos se confundirían,  «Qué bueno que ya te despertaste-le dijo una voz a la que parecía que el sueño le había llevado a otro mundo, y ahora de vuelta reconocía con amor todo aquello que apreciaba.» «Estuvimos hasta tan tarde, durmamos un poco más. Luego nos levantamos y desayunamos juntos, ¿te parece?» «Claro-contestó una voz seca y apagada, que ya abandonada del sueño se aburría de mirar el interior del dormitorio»
   Bajaron juntos de la mano con un pensamiento de huida en mente. Los ojos miraban, de derecha a izquierda, buscando la salida, sabiendo que si llegaban al restaurante estarían perdidos, «Pero las manos eran unos grilletes tan hermosos-pensó» Ninguno lo consiguió y pidieron un café con el típico desayuno americano. Fumaron juntos y rieron como la anterior noche; el pensamiento de duda se fue perdiendo con el humo del café y el cigarro. « ¿Así que estudiaste letras? - le preguntó sacando la cabeza de la arena» «Sí, aunque no fue mi principal vocación-le contestó él, más airado y tranquilo que la última vez-. Viaje en distintas carreras-ya confiaba en ella, ya todo estaba perdido- buscando aquella que más me gustara, hasta que llegué a la literatura.» «Qué bello debe ser ser escritor» Él tomo un trago del café, que para su gusto estaba amargo, aspiró un poco más del cigarrillo y, mientras el humo se desvanecía, prosiguió: «En ocasiones puede ser una de las profesiones más bellas, en otras preferiría ser oficinista-le dijo riendo tímidamente invitando a la desconexión-. Y tú, ¿qué estudiaste?» « Economía-le dijo en un tono brusco y serio-, pero no me dedico a ello. A los dos años de terminar la carrera me encontré aburrida rellenando papeles cuadrados con números y comas de cifras elevadas de las que jamás vería un centavo. Me encontré con un traje azul y violeta, con miradas de mis compañeros que buscaban la complicidad, con números sobre mi escritorio y murmullos a la hora de la comida. Era un trabajo agotador-terminó, perforando la salchicha que para su gusto estaba salada.» « ¿Y ahora qué haces? – le dijo él interesado ya a la plenitud por la vida de ella» «Ahora, voy de ciudad en ciudad enamorándome de hombres que se llaman Ricardo» A él le pareció ingeniosa la respuesta sonrojándose al paso que reía y sentía el deshielo en su interior, pero no alcanzó a ver el muro que había creado, entre su vida y la importancia de aquel desayuno, la joven que ya no le parecía tan joven. Ella también rio con su sonrisa tan inocente y pueril que sentía que por fin veía lo que era el amor.  « ¿Y no te has casado nunca?-le preguntó atacando a la cámara más escondida de sus recuerdos.» El hombre miró la marca de su dedo anular donde aún podía sentirse el valle de un anillo. No conseguía recordarlo; era como un espejismo el que sentía cuando tocaba su dedo y creía recordar el nombre de alguien que no conocía, o que no quería recordar.  «No, jamás he estado casado» «Qué bueno-le contestó ella-, no tiene nada de romántico el matrimonio» Él sintió que la había engañado, y deslizó su mano por encima de la de ella, hasta llegar a la delgada y suave muñeca donde ancló su movimiento. Se hizo eterna la mirada. Ya se había terminado el café, ya la ceniza del cigarro ocupaba más espacio que el tabaco aún sin fumar y el pequeño cantante había vuelto a su poste viejo para recitar sus melancólicas melodías. En ocasiones, la eternidad dura un segundo, y eso duró la suya cuando ella apartó la mano para mirar la hora que marcaba su reloj. Quedó la mano de él apartada en el abandono de una mesa mantelada y blanca, definida por romper la frontera que existía entre los dos por la mesa. La recogió lentamente recorriendo la mesa al completo: pasando por los platos, entreteniéndose en los cubiertos, esquivando la caja de metal que contenía los cigarrillos y terminando por caer por el lado de sus piernas, caída sin paracaídas sobre un barranco de tela y sentimientos. «Creo que debería irme» «Yo también debería» Toda la magia quedó encerrada en hielo y se volvieron desconocidos. « ¿Me llamarás? » « Quién no lo haría- dijo brindando una última sonrisa para el camino de vuelta»
   No podía parar de pensar en ella, pues era un comienzo desastroso para una relación, pero tan bello.  Mientras conducía no paraba de mirar la marca en su dedo anular y no dejaba de preguntarse sobre donde estaría el anillo que ahí encajaba. Parecía conducir sobre el cuerpo de una serpiente que había sido sembrado de árboles gigantescos que no permitían la  entrada a la luz del sol. Dentro, todo era sombra y destellos de luces que atravesaban la mirada. Sabía dónde tenía que ir, ella estaría todavía en el hotel, trabajando detrás del bosque y más cerca de las montañas. Ella sabría dónde estaba el anillo. Sintió la mano cálida de Marie al cambiar de marcha y el olor del pañuelo que llevaba al cuello. Sintió vibrar el teléfono, que andaba de copiloto en el interior de su chaqueta. Sería Marie, o tal vez su mujer. No quería pensarlo, sólo saberlo. Estiró la mano y recogió la chaqueta por una de sus mangas, pero la serpiente decidió una curva y el teléfono no dejaba de sonar. Se escuchaba de fondo, entre humo y gritos de excursionistas, la voz de una mujer a través de un teléfono que se encontraba escondido entre tierra, hierro y sangre.  « ¿Ricardo?»
 
   Despertó por la fuerza de un golpe, el asombro de que aún existía y la mirada perdida hacía su mujer que tomaba café  viendo las noticias. Hacer el amor siempre le cansaba tanto.  Estaba seguro de que no podría concentrarse en “Marie” en toda la mañana. Se levantó y abrazó a su mujer mientras le robaba a escondidas la taza del café que aún se mantenía caliente. « ¿Qué tal descansaste?» «Estupendamente, pero me siento como si hubiera estado durmiendo durante todo un día entero» Tragó el café, que para su gusto estaba amargo, y recogió de la encimera un paquete de cigarrillos aún sin empezar. « Hoy no escribiré-le dijo, previendo la desgana que le provocaba el sexo-, así que podríamos desayunar juntos e irnos a ver esa secuoya milenaria que tanto patrocina el hotel» «Me encantaría-le contestó-, me cambio y nos vamos- dijo recogiendo rápidamente todos los papeles que tenía sobre la mesa. «Deja la tele encendida, a ver qué demonios sucedió en el mundo-le dijo él que ya se encontraba sentado en una de las tantas sillas que rodeaban al televisor» «No dan nada-le contestó-, llevan media hora con un reportaje de última hora sobre un hombre que se mató en un accidente. Fue aquí, en el pinar que rodea al hotel, igual salimos en las noticias de la 1.00-le dijo ella optimista mientras se colocaba la chaqueta» « ¿Así que murió en un accidente?» «Sí-le contestó-, se estrelló con el auto en una de las tantas curvas que hay para venir al hotel. Dicen que fue por que andaba distraído con el móvil, ¿te lo puedes creer? » Él no contestó. Ella, recogió del sillón el abrigo y le dijo: « Ya estoy, ¿nos vamos?» « Sí, vamos-dijo mirando al ordenador, en el cual ya no existía la barra vertical, pues se había perdido entre tanto blanco».