Una pequeña
orquesta se encerraba en el interior del cantautor. Era pequeño y se encontraba
subido a un poste viejo y sin pintar, y desde ahí tocaba su instrumento que era
su voz. De vez en cuando se giraba para el público que tenía detrás, que era el
bosque. En otras, agitaba sus coloridas alas y cambiaba de lugar para una mejor
resonancia. Ellos mientras, al son de la melodía del soprano, cenaban y jugaban
sobre quién tenía la mano sobre quién. Todo surgía mágicamente: las caricias, las
sonrisas y las gracias venían como por efecto de un hechizo de amor; él no
recordaba haber sido tan gracioso en su última vida. Ella no dejaba de mirarle
con sus ojos primaverales y él intentaba que no viera el invierno en los suyos.
Otra caricia más, otra sonrisa que se resbalaba por debajo de la mesa y hacía
que sus pies se encontrasen como desconocidos aún sin presentar; otra mirada
que descongelaba las cumbres del recuerdo de sus fracasos en el amor. De
repente, ella le recordó su nombre; «Ricardo».
Él se sorprendió, parecía que aquella vez sí podía confiar en el azar y no en
el amor. Él le recordó el suyo: «Marie». El champagne les acompañó a la
habitación del hotel, y cuando menos lo pensaron ya iban por el primer cigarrillo;
ella reposada sobre él, como la ropa sobre la silla, y él perdiendo sus dedos
en el interior de su cabello. « ¿Te
quedarás conmigo toda la noche?» «Quién no lo haría».
La noche se
fue fundiendo con la luz de las lámparas del interior de la habitación. Ya no
era necesario ser inteligente, gracioso, ingenioso y atractivo. Ahora, todo
estaba resuelto, las cartas andaban boca arriba y habían predicho a la perfección el futuro.
Ella, de vez en cuando, rompía el místico silencio con alguna vana pregunta,
intentando perpetrar en las arenas movedizas que es la historia de un hombre
aún por conocer. Él se escondía con pretextos, besos, caricias y «hagámoslo de
nuevo, quiero sentir aún más». Ella abandonaba el empeño y quedaba sumergida a
la deriva del placer, al oleaje de caricias y al barranco de los sentimientos
que afloraban a trompicones entre los besos. Una niña más que caía en sus
brazos y quedaba engañada por su experiencia. Ahora todo sería olvidarla,
esperar a que se durmiese para irse, dejándole en la mesita el precio
suficiente para pagar un taxi y el precio de la habitación de hotel. Todo sería
igual de fácil que la última vez. No debía amanecer con ella, eso sería un
error. « ¿Te quedaras toda la noche?» «Ya te dije que sí» La noche se hizo
interna y los cuerpos, ya cansados, descansaron el uno encima del otro. Pero nadie
salió de la habitación.
El día surgió
por una de las tantas montañas que se podían ver entre las ventanas del
dormitorio. Era el único edificio que se erguía a más de diez kilómetros y el
Sol centraba toda su fuerza sobre él. La habitación estaba despejada y
ordenada, parecía que allí no dormía nadie, pero los bultos entre las sabanas,
y el ruido de la respiración airada, hacían ver los espectros que allí
habitaban. Ella se levantó primero y no giró el rostro para mirar a su acompañante.
Hacía meses que sentía el engaño y preveía que en cualquier momento él le
confesaría su infidelidad con la otra mujer, aquella tal Marie a la que tanto
gritaba por las noches. Se acercó al espejo donde podía ver el cuerpo dormido
de su marido y, detrás de él, las montañas. Se aireo el pelo, bostezo dos o
tres veces y se observó detenidamente buscando los desperfectos que él la veía.
«No los encontrarás-le dijo un hombre dormido que brevemente se incorporaba de
la cama-, pues no existen. No seas boba, vuelve a la cama conmigo» «Tengo que
hacer cosas, ya sabes. Vamos, levántate de la cama y desayunemos juntos, nunca
lo hacemos» «Te levantas tan temprano-le contestó él» «Y tú tan tarde» La
fuerza de la conversación se perdió en aquel “tarde” mal aguantado, y el hombre
cayó de nuevo sobre la nube de sábanas blancas que le susurraban el nombre de
una mujer que no era la suya. «Eres un completo vago, aún no has terminado la
novela. No hablamos nunca de ella, ni siquiera me has dicho el título que va a
llevar» « “Marie”-le respondió el hombre, que no necesitó abrir los ojos para
responder-, se llamará “Marie”» La mujer terminó de arreglarse el pelo y
recogió de la mesa que se encontraba junto a la ventana un fino ordenador. «Nos
veremos a la hora de la comida-le dijo sin ni siquiera mirarle». Ella cerró la
puerta y dejó en su interior a un hombre dormido.
Cuando se dio
cuenta llevaba media mañana escribiendo. El café que había preparado se había
enfriado en el interior de la taza y ahora sólo era un bálsamo negro de aceite
que reflejaba con ternura y oscuridad el techo del dormitorio. Las letras
habían surgido de una inspiración divina. No era capaz de comprender si era el
lugar el que le inspiraba: tal vez las montañas; tal vez la alegría de la no
civilización; tal vez el bosque de mil hojas que no dejaban nunca de danzar en
el viento y de llamarle a gritos sordos; o quizás, era la importancia que
otorgaba cada rayo de Sol, único y transparente, calor que cantaba al ego y le
animaba en su trono. La barra vertical desaparecía en el fondo blanco y limpio
de una hoja aún por empezar, una historia aún sin título donde lo único seguro
era el nombre de la protagonista. Había escrito ya tanto sobre ella. Era capaz
de imaginársela en la habitación con él, acompañándole en cada estrofa, en cada
palabra que terminaba, en cada punto que marcaba un final. Alomejor era ella la
que se escribía para seguir existiendo, tal vez él ya no importaba en aquel
punto tan lejano; ella mandaba sobre él, tenía la necesidad de completarse y
perfeccionarse como pudiera; ella necesitaba escribirse. Miró el reloj que
marcaba las 13.04 sobre la pared anaranjada del hotel, recordó dónde estaba y
con quién, y recordó también la cita a la hora de la comida. Cerró el ordenador,
dejando la página en blanco sin escribir; Marie debería esperar a la tarde para
seguir existiendo.
«Llegas
tarde-le dijo, mientras cerraba el móvil y lo introducía en el interior del
bolso-, sabes que no me gusta esperar.» «Lo sé-le dijo sonriendo-, por eso
estás conmigo. Yo jamás te haría esperar más de la cuenta» Ella sonrío
cortésmente y al paso que se arreglaba el vestido, se recogió el pelo. Encendió
un cigarrillo y dejó que el humo creara una pared entre la mirada de él y la
suya. « Hoy haremos el amor-disparó la bengala que iluminaría toda la
conversación-, y no puede pasar de hoy. Estoy en la etapa perfecta para
quedarme embarazada y ya sabes que las chicas ya tuvieron hijos, incluso
algunas ya van camino del segundo-decía ella, que más que sentir la maternidad
sentía una obligación social» « Bueno-respondió él, ajeno a la conversación y a
la trascendencia de su respuesta-, pero recuerda que tengo que seguir con la
historia de mi novela-dijo mientras cortaba el Wellington que le acaban de servir.» «Eso puede esperar» Él, distraído, no podía dejar de pensar en
aquella barra vertical que aparecía y desaparecía en aquel fondo blanco tan
misterioso y mágico. « ¿Cómo habrá quedado la barra-se preguntaba para sí
mismo-, habrá quedado perdida entre la inmensidad del blanco celestial, sin importarle
Marie y su historia, o en cambio, habrá
alzado su brazo, gritando por su existencia, destruyendo las bases de una
novela, manteniéndose firme y erguido?» Estaba perdido en sus pensamientos,
como de costumbre, así la comida y la conversación se hacía más amena. A ella
no le gustaba escuchar y cuando terminaron de comer se sintió a gusto de no
haberlo hecho en toda la comida. Se besaron como desconocidos, torpemente y sin
sentimientos; y mientras el subía en el ascensor, cada vez más cerca de Marie,
ella cogía una llamada en su teléfono y se perdía en el trabajo.
Llegada la
noche llamarón a la puerta del dormitorio. Él se encontraba lavando los platos
de la cena mientras releía lo que había escrito aquel día. Al abrir la puerta
se encontró a su mujer con un vestido de fina seda, que no hacía bien la labor
de tapar el cuerpo humano. Ella, con su mano ocupada sosteniendo las copas y el
champagne, le pidió entrar y él, con sus manos ya en las caderas de ella, la
invitó a entrar. « ¿Por qué tardaste tanto?» Le siguió un beso, distintas
caricias y la pérdida directa entre el laberíntico oleaje de las sabanas. El
champagne rodo a lo largo de la estancia abandonado, mientras, a través de sus
aguas, verdes y agitadas, podían verse a dos espectros jugando a quererse.
« ¡Qué
desastre!-pensó al verse aún en la habitación del hotel, atrapado por unas
cadenas cálidas, y por una respiración que le golpeaba en su pecho desnudo» No
sabía por qué se había quedado a dormir. Sabía que no debía hacerlo, ahora los
sentimientos se confundirían, «Qué bueno
que ya te despertaste-le dijo una voz a la que parecía que el sueño le había
llevado a otro mundo, y ahora de vuelta reconocía con amor todo aquello que
apreciaba.» «Estuvimos hasta tan tarde, durmamos un poco más. Luego nos
levantamos y desayunamos juntos, ¿te parece?» «Claro-contestó una voz seca y
apagada, que ya abandonada del sueño se aburría de mirar el interior del
dormitorio»
Bajaron
juntos de la mano con un pensamiento de huida en mente. Los ojos miraban, de
derecha a izquierda, buscando la salida, sabiendo que si llegaban al
restaurante estarían perdidos, «Pero las manos eran unos grilletes tan hermosos-pensó»
Ninguno lo consiguió y pidieron un café con el típico desayuno americano.
Fumaron juntos y rieron como la anterior noche; el pensamiento de duda se fue
perdiendo con el humo del café y el cigarro. « ¿Así que estudiaste letras? - le
preguntó sacando la cabeza de la arena» «Sí, aunque no fue mi principal
vocación-le contestó él, más airado y tranquilo que la última vez-. Viaje en
distintas carreras-ya confiaba en ella, ya todo estaba perdido- buscando
aquella que más me gustara, hasta que llegué a la literatura.» «Qué bello debe ser
ser escritor» Él tomo un trago del café, que para su gusto estaba amargo,
aspiró un poco más del cigarrillo y, mientras el humo se desvanecía, prosiguió:
«En ocasiones puede ser una de las profesiones más bellas, en otras preferiría
ser oficinista-le dijo riendo tímidamente invitando a la desconexión-. Y tú,
¿qué estudiaste?» « Economía-le dijo en un tono brusco y serio-, pero no me
dedico a ello. A los dos años de terminar la carrera me encontré aburrida
rellenando papeles cuadrados con números y comas de cifras elevadas de las que
jamás vería un centavo. Me encontré con un traje azul y violeta, con miradas de
mis compañeros que buscaban la complicidad, con números sobre mi escritorio y
murmullos a la hora de la comida. Era un trabajo agotador-terminó, perforando la
salchicha que para su gusto estaba salada.» « ¿Y ahora qué haces? – le dijo él
interesado ya a la plenitud por la vida de ella» «Ahora, voy de ciudad en
ciudad enamorándome de hombres que se llaman Ricardo» A él le pareció ingeniosa
la respuesta sonrojándose al paso que reía y sentía el deshielo en su interior,
pero no alcanzó a ver el muro que había creado, entre su vida y la importancia
de aquel desayuno, la joven que ya no le parecía tan joven. Ella también rio
con su sonrisa tan inocente y pueril que sentía que por fin veía lo que era el
amor. « ¿Y no te has casado nunca?-le
preguntó atacando a la cámara más escondida de sus recuerdos.» El hombre miró
la marca de su dedo anular donde aún podía sentirse el valle de un anillo. No
conseguía recordarlo; era como un espejismo el que sentía cuando tocaba su dedo
y creía recordar el nombre de alguien que no conocía, o que no quería recordar. «No, jamás he estado casado» «Qué bueno-le
contestó ella-, no tiene nada de romántico el matrimonio» Él sintió que la
había engañado, y deslizó su mano por encima de la de ella, hasta llegar a la
delgada y suave muñeca donde ancló su movimiento. Se hizo eterna la mirada. Ya
se había terminado el café, ya la ceniza del cigarro ocupaba más espacio que el
tabaco aún sin fumar y el pequeño cantante había vuelto a su poste viejo para
recitar sus melancólicas melodías. En ocasiones, la eternidad dura un segundo,
y eso duró la suya cuando ella apartó la mano para mirar la hora que marcaba su
reloj. Quedó la mano de él apartada en el abandono de una mesa mantelada y
blanca, definida por romper la frontera que existía entre los dos por la mesa.
La recogió lentamente recorriendo la mesa al completo: pasando por los platos,
entreteniéndose en los cubiertos, esquivando la caja de metal que contenía los
cigarrillos y terminando por caer por el lado de sus piernas, caída sin
paracaídas sobre un barranco de tela y sentimientos. «Creo que debería irme»
«Yo también debería» Toda la magia quedó encerrada en hielo y se volvieron
desconocidos. « ¿Me llamarás? » « Quién no lo haría- dijo brindando una última
sonrisa para el camino de vuelta»
No podía
parar de pensar en ella, pues era un comienzo desastroso para una relación,
pero tan bello. Mientras conducía no
paraba de mirar la marca en su dedo anular y no dejaba de preguntarse sobre
donde estaría el anillo que ahí encajaba. Parecía conducir sobre el cuerpo de
una serpiente que había sido sembrado de árboles gigantescos que no permitían
la entrada a la luz del sol. Dentro, todo
era sombra y destellos de luces que atravesaban la mirada. Sabía dónde tenía
que ir, ella estaría todavía en el hotel, trabajando detrás del bosque y más
cerca de las montañas. Ella sabría dónde estaba el anillo. Sintió la mano
cálida de Marie al cambiar de marcha y el olor del pañuelo que llevaba al
cuello. Sintió vibrar el teléfono, que andaba de copiloto en el interior de su
chaqueta. Sería Marie, o tal vez su mujer. No quería pensarlo, sólo saberlo.
Estiró la mano y recogió la chaqueta por una de sus mangas, pero la serpiente
decidió una curva y el teléfono no dejaba de sonar. Se escuchaba de fondo,
entre humo y gritos de excursionistas, la voz de una mujer a través de un
teléfono que se encontraba escondido entre tierra, hierro y sangre. « ¿Ricardo?»
Despertó por
la fuerza de un golpe, el asombro de que aún existía y la mirada perdida hacía
su mujer que tomaba café viendo las
noticias. Hacer el amor siempre le cansaba tanto. Estaba seguro de que no podría concentrarse
en “Marie” en toda la mañana. Se levantó y abrazó a su mujer mientras le robaba
a escondidas la taza del café que aún se mantenía caliente. « ¿Qué tal
descansaste?» «Estupendamente, pero me siento como si hubiera estado durmiendo
durante todo un día entero» Tragó el café, que para su gusto estaba amargo, y
recogió de la encimera un paquete de cigarrillos aún sin empezar. « Hoy no
escribiré-le dijo, previendo la desgana que le provocaba el sexo-, así que
podríamos desayunar juntos e irnos a ver esa secuoya milenaria que tanto
patrocina el hotel» «Me encantaría-le contestó-, me cambio y nos vamos- dijo
recogiendo rápidamente todos los papeles que tenía sobre la mesa. «Deja la tele
encendida, a ver qué demonios sucedió en el mundo-le dijo él que ya se
encontraba sentado en una de las tantas sillas que rodeaban al televisor» «No
dan nada-le contestó-, llevan media hora con un reportaje de última hora sobre
un hombre que se mató en un accidente. Fue aquí, en el pinar que rodea al
hotel, igual salimos en las noticias de la 1.00-le dijo ella optimista mientras
se colocaba la chaqueta» « ¿Así que murió en un accidente?» «Sí-le contestó-,
se estrelló con el auto en una de las tantas curvas que hay para venir al hotel.
Dicen que fue por que andaba distraído con el móvil, ¿te lo puedes creer? » Él
no contestó. Ella, recogió del sillón el abrigo y le dijo: « Ya estoy, ¿nos
vamos?» « Sí, vamos-dijo mirando al ordenador, en el cual ya no existía la barra
vertical, pues se había perdido entre tanto blanco».