Se despertó en la mejor mañana que había
conocido, la luz que entraba a rastras por la cortina de la ventana, era una
luz tenue y mágica, una luz celestial que iluminaba y calentaba toda su
habitación. Las manos le temblaban, los pies no respondían a sus llamadas. Aquello
le irritaba e iracundo golpeaba con sus arrugadas manos los pies que tan poco
caso le hacían, de repente, un hombre más joven que él entró por la puerta. Tenía
el pelo desgreñado, una mirada cansada y un cuerpo curvo que hasta cierto punto
parecía cómico. Le detuvo, le agarró fuertemente de las manos y mirándole
fijamente a los ojos, le dijo:
-
¡Basta ya, papa, basta ya de hacerte esto!
Su voz era temblorosa, cansada, parecía llevar
una eternidad haciendo aquello. No le reconocía, no sabía
quién era aquel hombre anónimo que tan egoístamente no le dejaba despertar a
sus piernas. Comprendió que jamás despertarían, tenía la intuición de que llevaban
así mucho tiempo, pero no era capaz de recordarlo. El joven que le había
calmado le besó su calva cabeza que apenas tenía tres pelos canos y una
cicatriz de la guerra. No comprendía tanta muestra de cariño, él apenas era
capaz de recordar su nombre. Le llevó en brazos al baño y, aunque le daba
vergüenza al principio, dejó que aquel desconocido le bañara. No era capaz de
mirarle a los ojos, se sentía avergonzado de no ser suficiente para bañarse a
sí mismo. No supo que le hacía pero, a cada paso que daba aquel desconocido, él
olía mejor y se sentía más tranquilo: el agua caliente le relajaba los músculos
y la espuma no le dejaba ver a las engreídas piernas.
Después
de bañarlo, el joven le puso en una silla muy cómoda y poco a poco empezó a
secarle todo el cuerpo. No le gustaba la sensación que hacía la toalla en
contacto con su piel. Y de vez en cuando, para que el joven se diese cuenta, hacía ademanes de no querer que continuase
secándole: se retorcía, gritaba e incluso arañaba al joven que ni siquiera se
defendía, en una última instancia se echó a llorar. Cuando alzó la mirada de
nuevo, tenía ya la ropa puesta, pero
mirando con atención, reconoció que había un rostro nuevo delante suyo: al
contrario que el joven, éste ya estaba viejo, más cerca de la tumba que del
nacimiento; podía ver unos ojos viejos, cansados, anémicos de mirar sin poder
ver, cansado de necesitar gafas para diferenciar los puntos de las rayas. Veía
demasiadas arrugas en el rostro y se le tornaban como si fueran demonios,
asustado giró la cabeza y se echó sobre sus dos piernas dormidas.
El
joven, que sorprendido de encontrarlo asustado y perdido sobre sus piernas,
agarró con sus dos manos la silla de ruedas y lo apartó del espejo. Avanzaron
por todo lo largo del salón por el cual él sintió, por primera vez en aquel día,
saber dónde estaba. Se le figuró una sonrisa en los labios, pues vinieron a él
una avalancha de recuerdos, que por no querer omitir ninguno, y para evitar la
distracción de la vista, cerró los ojos. La música de aquel lugar le llevaba a
su juventud, sonaba en la vieja gramola que había conseguido después de
trabajar a los dieciséis años durante un eterno verano, o al menos eso es lo
que él recordaba. Asustado, y como si lo hubieran arrojado al pozo del
misterio, abrió los ojos y buscó en sus manos la dorada joya que significaba el
inicio de su vida en el paraíso. La encontró en el dedo anular, donde había
estado siempre. Miró al joven, el cual
se le tornó ya conocido, y le dijo en baja voz:
-¿Hijo, dónde está ella?
El silencio se le hizo eterno, sintió el eco
de un grito que venía de la profundidad de una historia ya olvidada. Ninguno de
los dos dijo ya palabra y, avanzando, salieron del salón el cual le había dibujado
una sonrisa, aunque también un par de lágrimas.
Dejaron la casa atrás,
para entrar en un gran jardín que se le vislumbro maravilloso. Apenas
era capaz de diferenciar nada pero la gama de colores que llegaban a sus
impávidos ojos era indescriptible. Buscó las gafas en el bolsillo de su
chaqueta y, entre temblores, pudo ajustarla en sus orejas para que no se
cayesen. Sus ojos se sorprendieron de la belleza que emana en la vida cuando
ésta está próxima a la muerte. Creía recordar estas flores, estas rosas y
geranios, pero algo dentro le dice: "¿Cómo olvidar semejante
belleza?" Pesan las presas que retienen los sentimientos, la puerta vieja
del redil del alma cede en la libertad del campo y como sus viejos ojos
arrugados, se abre en plenitud adquiriendo un tono celestial y plateado. Siente
que tal imagen la recordará toda la vida, pero a su avance, la olvida y la
aprende de nuevo, en un eterno conocerse, y siente que su memoria, como
la pluma que sobre este papel avanza, es ligera y perecedera.
"Ya
no me importa-piensa al ver acabar el jardín-ya apenas consigo recordarlo"
Y
así, en mitad del mediodía, abandonaron el jardín y su pasado. Prefirió no
recordarlo, por no recordar también las tristezas que había en él. Ahora, era
feliz en un eterno presente y su vida, aquella que renovaba cada mañana, se le
antojaba maravillosa.