googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.: marzo 2015

domingo, 29 de marzo de 2015

Trece

Trece, qué número más impar para la suerte.

Las luces se pierden y juegan a ser sombra de nuevo,
Sombras que esconden tu mano y la mía jugando a quererse,
Jugando a perderse, como dos ríos viejos a quienes nadie quiso.
 
Tus dedos son voces de agua, cargados de fantasmas y temores,
Junto a los míos, que son viento y esconden tempestades.
 
La voz que juega al azar repite el número que ha vaticinado el hado: Catorce…

« ¡Vaya!-dice tu voz, repite mi mente-, qué cerca estuvimos de querernos de nuevo,
Catorce está tan cerca del trece…»
 
Quizá la próxima vez, allí donde las sombras son luces,
Y las manos no juegan, sólo sienten.
Allí donde tus labios y los míos repitan: «Mi suerte es tenerte»
Allí donde mi número trece y tu número quince bailen juntos
                                                                          por no tener suerte]
y se repitan el uno al otro: «el catorce está tan cerca del trece»
 
Mi trece impar, tu quince herido…
No ha existido nunca un veinte tan jodido,
Es el catorce que se repite como un puente,
Puente que dibuja tu mano con la mía,
Donde decimos en claro entre las sombras que nos envuelven,
Nos abrazan y nos mecen, aquellas que susurran: «el catorce está tan cerca del trece»

Y tu mano se agarra con más fuerza, el puente aún no debe arder.
No podía ser veinte, no son estos tus últimos versos.
Es catorce, tu puente y el mío, allí donde el amor no esconde maleficio.
allí donde creímos que el catorce estaba cerca del trece...
allí donde tu quince no estaba tan herido...
allí donde el trece era el número mas querido.

lunes, 23 de marzo de 2015

La golondrina y el convento.


   En un estampado azul y blanco, entre la topografía que dibujaban las altas montañas y el cielo, revoloteaba una joven golondrina que jugaba a hacer círculos en el aire. La dulzura que le había transmitido un cálido viento del sur, le había llevado a volar durante varios días en dirección al este, sin saber que estaba siendo guiada hacia el interior de un valle. Un sol vehemente brillaba en el interior de sus dos alas negras y sentía como aquel viento tan reconfortante le recorría el cuerpo: desde el pico hasta su corta y bifurcada cola. En el interior del valle podía verse un antiguo convento, rodeado de una extensa vegetación y atrapado por las hermosas buganvillas; plantas trepadoras que ocultan tras su purpúrea belleza las afiladas espinas con las que se agarran y perforan a la dormida roca. El anciano convento solía hacer doblar sus campanas doradas cada hora, para así mostrar su redentora benevolencia a los silenciosos aires que ocupaban siempre aquel valle.  El llanto de las campanas, que según pasaba el día se iba haciendo cada vez más largo y eterno, atraía a una multitud de animales que sentían  que eran las lágrimas de la roca por la crueldad de la buganvilla. «Suelta ya la rocale decían, quita tus espinas de la delicada piedra», pero eso a la golondrina no le importaba, miraba con cierta incredulidad cómo los animales se preocupaban por algo, como lo era la piedra, que era incapaz de sentir. La golondrina sabía que la buganvilla no era cruel, ni malvada, era simplemente su forma de ser, «Igual que las tormentas de arenadecía la golondrina para sí, igual que cuando sube la marea y arrastra a los animales marinos a las orillas de la playa; esto no quiere significar que sea cruel, la naturaleza no puede ser cruel y mucho menos malvada».
   Esto decía la golondrina que se había apoyado en una de las piedras del convento y observaba, con tristeza, cómo la buganvilla lloraba por los insultos y gritos del resto de animales. La buganvilla sintió que algo le tapaba la luz, una opaca figura había eclipsado al Sol con su cuerpo negro.
   ¿Qué quieres joven golondrina?le dijo sin secarse las lágrimas. 
   Quería preguntartedijo la golondrina, nerviosa por su ignorancia, bella buganvilla: ¿qué es este lugar donde tú vives?
    Es un conventole respondió, aquí los hombres viven para rezar y brindar culto a todos los seres creados por Dios. Pero esos pobres seres han creado un convento en mitad del valle y apenas tienen para alimentarse con las plantas que crecen a su alrededor. Están todos muy delgados y desnutridos, Dios les abandonó al desdén del tiempo y de las cosas.
   La golondrina no podía creer lo que le acaba de contar la buganvilla e incrédula inició un vuelo raso que le introdujo en el convento por una de sus tantas ventanas tapiadas. ¡Qué talento tan majestuoso tenía la joven golondrina para moverse por entre las vigas húmedas! Nada podía pararla, extendía sus alas para planear sobre las largas maderas y las doblaba para introducirse por espacios cerrados; eso hacía la joven golondrina en un silencio espectral, desapareciendo entre las sombras como un fantasma.
   Llegó al lugar donde los hombres descansaban, ignorantes de que les observaba una golondrina, mientras ellos dormían en su lecho. Doblaron seis veces las campanas y, uno a uno, fueron incorporándose de sus camas para ponerse una sotana marrón que les cubría todo el cuerpo. «Qué raros son los indígenas de este lugar»dijo la golondrina sorprendida del caso que le hacían los hombres a las campanas. En el momento en el que se marcharon todos, la golondrina, curiosa por naturaleza, descendió del techo de la habitación, para saber así un poco más de los seres humanos. Cuál fue su sorpresa al verse ante los pies de uno de los seres, más altos de lo que había imaginado, que con sotana marrón, la observaba desde su prestigiosa altura. La miraba con ojos hambrientos y secos; la sonreía, a la golondrina, con sus encías marrones de masticar las hierbas que crecían en el convento; parecía un león enjaulado al que nunca le habían dado de comer. Se abalanzó sobre ella, pero en un arduo movimiento la golondrina pudo escapar por uno de los laterales. Salió por la puerta por donde habían salido todos los hombres y, batiendo sus alas lo más rápido que podía, escapaba de la idea de ser comida para aquel hombre.  Al hombre hambriento se le sumaron otros, más hambrientos y feroces; algunos, incluso, traían en sus manos escobas y palos con los que intentaban tirar al suelo a la pobre golondrina, pero era imposible, la golondrina no paraba de moverse dibujando tirabuzones y esquivando los largos pies que sobresalían de la sotana. Se sentía ya libre cuando una poderosa fuerza con una implacable destreza la enjauló en una cándida cárcel, caliente, oscura y sin principio ni fin; había sido atrapada por uno de los tantos opresores que la habían perseguido, ahora sólo sería carne y alimento, que usarían para nutrir su desvergonzado y flaco cuerpo.  Su ignorancia le hizo probar suerte con el pico para ver si así alguna de las paredes cedía, pero al hacerlo sólo pudo oír el grito de un hombre y sentir cómo las paredes se acercaban velozmente.
    Se quedó sorprendido el hombre al abrir su manos y encontrarse con una bella golondrina muerta. Su poderosa fuerza le había hecho apretar con demasiada rudeza hasta que algo tan frágil, como la vida de una bella golondrina, se había desvanecido entre sus manos. «Si no hubiera intentado escaparse-dijo el hombre para sí seguro que seguiría con vida. Yo no quería esto, yo sólo quería tocarla un poco, antes de liberarla. Yo no quería que nadie le hiciera daño. Yo no quería esto-repetía mientras tocaba el cuerpo dormido de un ave que no respiraba», siguió empujando su cuerpo con el dedo, el cual, inmóvil, no respondía a las llamadas del hombre. Se miró el hombre la mano, donde corría un hilo de sangre, que surgía de la herida por el picotazo de la pobre ave. El hombre no sabía qué hacer, quería quedarse con la golondrina, pero sabía que tarde o temprano la descubrirían y todos intentarían comérsela. Así que, previendo esto, el hombre se acercó a uno de los altos ventanales del convento y rezando un ave maría empujó al pájaro hacia el borde del ventanal.
    Se encontraba la buganvilla un poco más serena que antes, pues los animales se habían marchado y habían dejado de decirle aquellas cosas tan horribles, cuando vio cómo un cuerpo, opaco, como la bella golondrina que había conocido antes, caía por uno de los ventanales del convento. Estiró uno de sus ramas y entre la abierta y rosada flor cayó el cuerpo inmóvil de la golondrina. «Oh, bella golondrina, ¿qué te han hecho los seres que viven en el convento?» La buganvilla intentaba con sus espinas mecer a la joven golondrina que no respondía a sus llamadas. Entonces, la buganvilla cerró su flor alrededor del cuerpo de la  golondrina, creando la tumba más bella para el ser más bello. Una lágrima, proveniente de la triste buganvilla, se había introducido en el interior de la flor, cayendo sobre el pico de la negra golondrina. Empezó levemente a respirar, después a mover de un lado para otro sus alas, creyendo que aún se encontraba en el interior de la cándida cárcel humana. La buganvilla abrió su flor y vio cómo la golondrina respiraba y aleteaba de nuevo.
    Oh, bella golondrina, vuelves de entre los muertos y te ves más bella que nunca.
    Pues vuelvo, porque tu amor y cariño, que se habían transformado en lágrima, me trajeron de vuelta. A ti te debo mi resurrección, rosada buganvilla, a ti te debo mi vida y por ello, a partir de ahora, te defenderé cuando doblen las campanas y los animales del valle vengan a insultarte y a increparte tu forma de ser por nacimiento.

viernes, 20 de marzo de 2015

Eclipse

   Escrito tras el eclipse del 20 de Marzo de 2015, donde nadie miró al cielo.

   Caminaban torpes e inertes las figuras en aquellas calles en las que apenas podía verse al Sol, pero en las que sí se podía sentir su luz y calor. Nadie miraba a nadie, no entendían el motivo de caminar; no sabían porque andaban erguidos, nadie miraba a nadie, era la interacción continuada del golpe en el hombro y el "perdona" de después. Algunos iban al matadero en tren y se perdían por el laberinto férreo que había creado el gobierno para ellos; otros, en cambio, preferían ir andando, adoraban la interacción del golpe en el hombro, sin sentir el calor ajeno que el otro respiraba, sin decir "perdón", sin responder "gracias". Fueran como fueran, todos tenían el mismo semblante apagado y dormido, rostro oscuro que respondía a la luz de un cielo azul enfermamente despejado. En aquellos bloques no tenían cabida los animales: no se oía su voz, no se sentían sus pasos. No existían árboles para dar sombra, toda ella pertenecía a los edificios que componían el matadero, y por ella caminaban los hombres dormidos sin preguntarse nada.
   La creación del matadero fue algo necesario, después de la guerra de los cuarenta años los hombres se encontraban perdidos, sin saber por lo que luchar, sin querer vivir en una tierra llena de remordimiento. Porque antes que la paz llega la pena y el pensamiento suicida que envuelve una paz política, pero no la paz que todo hombre necesita, no había paz a uno mismo. Esa no la puede dar el gobierno, esa no se escribe en ningún papel. Fue cerca de 1947, cuando la tierra había sufrido ya cuarenta años de continua guerra y los hombres que la habían empezado ya compartían vida en la muerte,  cuando un hombre, lo suficientemente loco para alcanzar la cordura, soltó su rifle frente a un enemigo y le dijo: "Mátame, pues esto no puede ser la vida sino el infierno, y si la única manera de huir es con la muerte, moriré y reencarnaré en alma para poder así vivir en el cielo, con mi mujer y mis hijos muertos. Los demonios andan ahora por la tierra. No existe Dios en esta guerra" Con ese grito de desesperación, aunque también de esperanza, acabó la guerra de los cuarenta años y sumergió a la humanidad entera en un estado de rencor, odio y recelo. El hombre se encontraba a la deriva en un mar de oro donde no había agua, carne y amor. El matadero fue una creación necesaria, quedaban pocos hombres en toda la tierra y no podían permitir que el rencor de una guerra anterior provocase la extinción de la especie. Una secuencia de botones, unas ideas preconcebidas, aquella importancia individual, aquella falsa salvación que provocaba ir a trabajar.

   Pero el cielo aquel día se tornó oscuro al mediodía. Sonaba justo la canción en la plaza del rezo, donde todos debían poner su mano en el pecho y rezar porque nadie tuviera la idea loca de sublevarse. A nadie le importó la oscuridad, apenas se podía diferenciar de aquella en la que vivían y compartían. La canción terminó y comenzaron todos a andar al mismo tiempo, provocando de nuevo los golpes en los hombros, provocando de nuevo el silencio estremecedor de una multitud callada; pero cada vez era más oscuro y las sombras del matadero se perdieron en una única sombra que envolvía a todo y a todos. Nadie levantó su rostro, nadie miró al cielo para observar al anillo de fuego y a la Luna opaca. Se fue acabando la noche, y a nadie le había importado nada. Desconcertados, sin saber si era de día o de noche, andaba perdida una bandada de pájaros silvestres, desgranando la paz a las sombras e imponiendo el ruido de su aletear y de sus cantos. Se habían introducido en el territorio humano, pero ellos no entendían lo que eran las fronteras. Alzó la mirada un hombre, sorprendido de aquel caos pasajero, después la alzó otro más, y así siguieron hasta que toda la multitud que se encontraba en la plaza del rezo miraban con estupor y pasmo a la bandada que había oscurecido el cielo. Era otra oscuridad, más agradable y ruidosa. "Se mueven como un río-añadió uno" "Oigo a mi corazón cantar-respondió otro" Todos compartían sus sentimientos ante aquel eclipse vivo que había oscurecido a la propia sombra. La bandada se elevó una última vez, en un tornado inmenso, oscuro, cambiante, el sol brillaba en el millar de alas. Encontraron el camino que les llevaría a casa y desaparecieron por el horizonte que dibujaban los edificios en el cielo. "Sigámosles-grito un apasionado" y toda la población del matadero respondió, siguiendo aquel profeta que les llevaría donde estaban los pájaros que les había hecho sentir de nuevo. Saliendo del último edificio del matadero brillaba algo en el horizonte que no habían visto en años, y a lo lejos, allí donde se perdía la vista, podía verse otra ciudad, verde y llena de vida. No era una ciudad rígida como el matadero, ésta aún en sus edificios más altos podía sentirse al viejo viento que viajaba alrededor y todo envolvía. "Este olor...-dijo uno que había cerrado los ojos para oler mejor-, este olor me resulta familiar" "Vayamos a aquella ciudad de allí, donde se escondieron los pájaros" La luz brillaba en sus ojos impávidos, serenos de tener vida de nuevo. 

lunes, 9 de marzo de 2015

Fronteras del sueño

   Una pequeña orquesta se encerraba en el interior del cantautor. Era pequeño y se encontraba subido a un poste viejo y sin pintar, y desde ahí tocaba su instrumento que era su voz. De vez en cuando se giraba para el público que tenía detrás, que era el bosque. En otras, agitaba sus coloridas alas y cambiaba de lugar para una mejor resonancia. Ellos mientras, al son de la melodía del soprano, cenaban y jugaban sobre quién tenía la mano sobre quién. Todo surgía mágicamente: las caricias, las sonrisas y las gracias venían como por efecto de un hechizo de amor; él no recordaba haber sido tan gracioso en su última vida. Ella no dejaba de mirarle con sus ojos primaverales y él intentaba que no viera el invierno en los suyos. Otra caricia más, otra sonrisa que se resbalaba por debajo de la mesa y hacía que sus pies se encontrasen como desconocidos aún sin presentar; otra mirada que descongelaba las cumbres del recuerdo de sus fracasos en el amor. De repente, ella le recordó su nombre;  «Ricardo». Él se sorprendió, parecía que aquella vez sí podía confiar en el azar y no en el amor. Él le recordó el suyo: «Marie». El champagne les acompañó a la habitación del hotel, y cuando menos lo pensaron ya iban por el primer cigarrillo; ella reposada sobre él, como la ropa sobre la silla, y él perdiendo sus dedos en el interior de su cabello.  « ¿Te quedarás conmigo toda la noche?» «Quién no lo haría».
   La noche se fue fundiendo con la luz de las lámparas del interior de la habitación. Ya no era necesario ser inteligente, gracioso, ingenioso y atractivo. Ahora, todo estaba resuelto, las cartas andaban boca arriba y  habían predicho a la perfección el futuro. Ella, de vez en cuando, rompía el místico silencio con alguna vana pregunta, intentando perpetrar en las arenas movedizas que es la historia de un hombre aún por conocer. Él se escondía con pretextos, besos, caricias y «hagámoslo de nuevo, quiero sentir aún más». Ella abandonaba el empeño y quedaba sumergida a la deriva del placer, al oleaje de caricias y al barranco de los sentimientos que afloraban a trompicones entre los besos. Una niña más que caía en sus brazos y quedaba engañada por su experiencia. Ahora todo sería olvidarla, esperar a que se durmiese para irse, dejándole en la mesita el precio suficiente para pagar un taxi y el precio de la habitación de hotel. Todo sería igual de fácil que la última vez. No debía amanecer con ella, eso sería un error. « ¿Te quedaras toda la noche?» «Ya te dije que sí» La noche se hizo interna y los cuerpos, ya cansados, descansaron el uno encima del otro. Pero nadie salió de la habitación.
 
   El día surgió por una de las tantas montañas que se podían ver entre las ventanas del dormitorio. Era el único edificio que se erguía a más de diez kilómetros y el Sol centraba toda su fuerza sobre él. La habitación estaba despejada y ordenada, parecía que allí no dormía nadie, pero los bultos entre las sabanas, y el ruido de la respiración airada, hacían ver los espectros que allí habitaban. Ella se levantó primero y no giró el rostro para mirar a su acompañante. Hacía meses que sentía el engaño y preveía que en cualquier momento él le confesaría su infidelidad con la otra mujer, aquella tal Marie a la que tanto gritaba por las noches. Se acercó al espejo donde podía ver el cuerpo dormido de su marido y, detrás de él, las montañas. Se aireo el pelo, bostezo dos o tres veces y se observó detenidamente buscando los desperfectos que él la veía. «No los encontrarás-le dijo un hombre dormido que brevemente se incorporaba de la cama-, pues no existen. No seas boba, vuelve a la cama conmigo» «Tengo que hacer cosas, ya sabes. Vamos, levántate de la cama y desayunemos juntos, nunca lo hacemos» «Te levantas tan temprano-le contestó él» «Y tú tan tarde» La fuerza de la conversación se perdió en aquel “tarde” mal aguantado, y el hombre cayó de nuevo sobre la nube de sábanas blancas que le susurraban el nombre de una mujer que no era la suya. «Eres un completo vago, aún no has terminado la novela. No hablamos nunca de ella, ni siquiera me has dicho el título que va a llevar» « “Marie”-le respondió el hombre, que no necesitó abrir los ojos para responder-, se llamará “Marie”» La mujer terminó de arreglarse el pelo y recogió de la mesa que se encontraba junto a la ventana un fino ordenador. «Nos veremos a la hora de la comida-le dijo sin ni siquiera mirarle». Ella cerró la puerta y dejó en su interior a un hombre dormido.
   Cuando se dio cuenta llevaba media mañana escribiendo. El café que había preparado se había enfriado en el interior de la taza y ahora sólo era un bálsamo negro de aceite que reflejaba con ternura y oscuridad el techo del dormitorio. Las letras habían surgido de una inspiración divina. No era capaz de comprender si era el lugar el que le inspiraba: tal vez las montañas; tal vez la alegría de la no civilización; tal vez el bosque de mil hojas que no dejaban nunca de danzar en el viento y de llamarle a gritos sordos; o quizás, era la importancia que otorgaba cada rayo de Sol, único y transparente, calor que cantaba al ego y le animaba en su trono. La barra vertical desaparecía en el fondo blanco y limpio de una hoja aún por empezar, una historia aún sin título donde lo único seguro era el nombre de la protagonista. Había escrito ya tanto sobre ella. Era capaz de imaginársela en la habitación con él, acompañándole en cada estrofa, en cada palabra que terminaba, en cada punto que marcaba un final. Alomejor era ella la que se escribía para seguir existiendo, tal vez él ya no importaba en aquel punto tan lejano; ella mandaba sobre él, tenía la necesidad de completarse y perfeccionarse como pudiera; ella necesitaba escribirse. Miró el reloj que marcaba las 13.04 sobre la pared anaranjada del hotel, recordó dónde estaba y con quién, y recordó también la cita a la hora de la comida. Cerró el ordenador, dejando la página en blanco sin escribir; Marie debería esperar a la tarde para seguir existiendo.
   «Llegas tarde-le dijo, mientras cerraba el móvil y lo introducía en el interior del bolso-, sabes que no me gusta esperar.» «Lo sé-le dijo sonriendo-, por eso estás conmigo. Yo jamás te haría esperar más de la cuenta» Ella sonrío cortésmente y al paso que se arreglaba el vestido, se recogió el pelo. Encendió un cigarrillo y dejó que el humo creara una pared entre la mirada de él y la suya. « Hoy haremos el amor-disparó la bengala que iluminaría toda la conversación-, y no puede pasar de hoy. Estoy en la etapa perfecta para quedarme embarazada y ya sabes que las chicas ya tuvieron hijos, incluso algunas ya van camino del segundo-decía ella, que más que sentir la maternidad sentía una obligación social» « Bueno-respondió él, ajeno a la conversación y a la trascendencia de su respuesta-, pero recuerda que tengo que seguir con la historia de mi novela-dijo mientras cortaba el Wellington que le acaban de servir.» «Eso puede esperar» Él, distraído, no podía dejar de pensar en aquella barra vertical que aparecía y desaparecía en aquel fondo blanco tan misterioso y mágico. « ¿Cómo habrá quedado la barra-se preguntaba para sí mismo-, habrá quedado perdida entre la inmensidad del blanco celestial, sin importarle Marie y su historia, o en cambio,  habrá alzado su brazo, gritando por su existencia, destruyendo las bases de una novela, manteniéndose firme y erguido?» Estaba perdido en sus pensamientos, como de costumbre, así la comida y la conversación se hacía más amena. A ella no le gustaba escuchar y cuando terminaron de comer se sintió a gusto de no haberlo hecho en toda la comida. Se besaron como desconocidos, torpemente y sin sentimientos; y mientras el subía en el ascensor, cada vez más cerca de Marie, ella cogía una llamada en su teléfono y se perdía en el trabajo.
   Llegada la noche llamarón a la puerta del dormitorio. Él se encontraba lavando los platos de la cena mientras releía lo que había escrito aquel día. Al abrir la puerta se encontró a su mujer con un vestido de fina seda, que no hacía bien la labor de tapar el cuerpo humano. Ella, con su mano ocupada sosteniendo las copas y el champagne, le pidió entrar y él, con sus manos ya en las caderas de ella, la invitó a entrar. « ¿Por qué tardaste tanto?» Le siguió un beso, distintas caricias y la pérdida directa entre el laberíntico oleaje de las sabanas. El champagne rodo a lo largo de la estancia abandonado, mientras, a través de sus aguas, verdes y agitadas, podían verse a dos espectros jugando a quererse.
 
   « ¡Qué desastre!-pensó al verse aún en la habitación del hotel, atrapado por unas cadenas cálidas, y por una respiración que le golpeaba en su pecho desnudo» No sabía por qué se había quedado a dormir. Sabía que no debía hacerlo, ahora los sentimientos se confundirían,  «Qué bueno que ya te despertaste-le dijo una voz a la que parecía que el sueño le había llevado a otro mundo, y ahora de vuelta reconocía con amor todo aquello que apreciaba.» «Estuvimos hasta tan tarde, durmamos un poco más. Luego nos levantamos y desayunamos juntos, ¿te parece?» «Claro-contestó una voz seca y apagada, que ya abandonada del sueño se aburría de mirar el interior del dormitorio»
   Bajaron juntos de la mano con un pensamiento de huida en mente. Los ojos miraban, de derecha a izquierda, buscando la salida, sabiendo que si llegaban al restaurante estarían perdidos, «Pero las manos eran unos grilletes tan hermosos-pensó» Ninguno lo consiguió y pidieron un café con el típico desayuno americano. Fumaron juntos y rieron como la anterior noche; el pensamiento de duda se fue perdiendo con el humo del café y el cigarro. « ¿Así que estudiaste letras? - le preguntó sacando la cabeza de la arena» «Sí, aunque no fue mi principal vocación-le contestó él, más airado y tranquilo que la última vez-. Viaje en distintas carreras-ya confiaba en ella, ya todo estaba perdido- buscando aquella que más me gustara, hasta que llegué a la literatura.» «Qué bello debe ser ser escritor» Él tomo un trago del café, que para su gusto estaba amargo, aspiró un poco más del cigarrillo y, mientras el humo se desvanecía, prosiguió: «En ocasiones puede ser una de las profesiones más bellas, en otras preferiría ser oficinista-le dijo riendo tímidamente invitando a la desconexión-. Y tú, ¿qué estudiaste?» « Economía-le dijo en un tono brusco y serio-, pero no me dedico a ello. A los dos años de terminar la carrera me encontré aburrida rellenando papeles cuadrados con números y comas de cifras elevadas de las que jamás vería un centavo. Me encontré con un traje azul y violeta, con miradas de mis compañeros que buscaban la complicidad, con números sobre mi escritorio y murmullos a la hora de la comida. Era un trabajo agotador-terminó, perforando la salchicha que para su gusto estaba salada.» « ¿Y ahora qué haces? – le dijo él interesado ya a la plenitud por la vida de ella» «Ahora, voy de ciudad en ciudad enamorándome de hombres que se llaman Ricardo» A él le pareció ingeniosa la respuesta sonrojándose al paso que reía y sentía el deshielo en su interior, pero no alcanzó a ver el muro que había creado, entre su vida y la importancia de aquel desayuno, la joven que ya no le parecía tan joven. Ella también rio con su sonrisa tan inocente y pueril que sentía que por fin veía lo que era el amor.  « ¿Y no te has casado nunca?-le preguntó atacando a la cámara más escondida de sus recuerdos.» El hombre miró la marca de su dedo anular donde aún podía sentirse el valle de un anillo. No conseguía recordarlo; era como un espejismo el que sentía cuando tocaba su dedo y creía recordar el nombre de alguien que no conocía, o que no quería recordar.  «No, jamás he estado casado» «Qué bueno-le contestó ella-, no tiene nada de romántico el matrimonio» Él sintió que la había engañado, y deslizó su mano por encima de la de ella, hasta llegar a la delgada y suave muñeca donde ancló su movimiento. Se hizo eterna la mirada. Ya se había terminado el café, ya la ceniza del cigarro ocupaba más espacio que el tabaco aún sin fumar y el pequeño cantante había vuelto a su poste viejo para recitar sus melancólicas melodías. En ocasiones, la eternidad dura un segundo, y eso duró la suya cuando ella apartó la mano para mirar la hora que marcaba su reloj. Quedó la mano de él apartada en el abandono de una mesa mantelada y blanca, definida por romper la frontera que existía entre los dos por la mesa. La recogió lentamente recorriendo la mesa al completo: pasando por los platos, entreteniéndose en los cubiertos, esquivando la caja de metal que contenía los cigarrillos y terminando por caer por el lado de sus piernas, caída sin paracaídas sobre un barranco de tela y sentimientos. «Creo que debería irme» «Yo también debería» Toda la magia quedó encerrada en hielo y se volvieron desconocidos. « ¿Me llamarás? » « Quién no lo haría- dijo brindando una última sonrisa para el camino de vuelta»
   No podía parar de pensar en ella, pues era un comienzo desastroso para una relación, pero tan bello.  Mientras conducía no paraba de mirar la marca en su dedo anular y no dejaba de preguntarse sobre donde estaría el anillo que ahí encajaba. Parecía conducir sobre el cuerpo de una serpiente que había sido sembrado de árboles gigantescos que no permitían la  entrada a la luz del sol. Dentro, todo era sombra y destellos de luces que atravesaban la mirada. Sabía dónde tenía que ir, ella estaría todavía en el hotel, trabajando detrás del bosque y más cerca de las montañas. Ella sabría dónde estaba el anillo. Sintió la mano cálida de Marie al cambiar de marcha y el olor del pañuelo que llevaba al cuello. Sintió vibrar el teléfono, que andaba de copiloto en el interior de su chaqueta. Sería Marie, o tal vez su mujer. No quería pensarlo, sólo saberlo. Estiró la mano y recogió la chaqueta por una de sus mangas, pero la serpiente decidió una curva y el teléfono no dejaba de sonar. Se escuchaba de fondo, entre humo y gritos de excursionistas, la voz de una mujer a través de un teléfono que se encontraba escondido entre tierra, hierro y sangre.  « ¿Ricardo?»
 
   Despertó por la fuerza de un golpe, el asombro de que aún existía y la mirada perdida hacía su mujer que tomaba café  viendo las noticias. Hacer el amor siempre le cansaba tanto.  Estaba seguro de que no podría concentrarse en “Marie” en toda la mañana. Se levantó y abrazó a su mujer mientras le robaba a escondidas la taza del café que aún se mantenía caliente. « ¿Qué tal descansaste?» «Estupendamente, pero me siento como si hubiera estado durmiendo durante todo un día entero» Tragó el café, que para su gusto estaba amargo, y recogió de la encimera un paquete de cigarrillos aún sin empezar. « Hoy no escribiré-le dijo, previendo la desgana que le provocaba el sexo-, así que podríamos desayunar juntos e irnos a ver esa secuoya milenaria que tanto patrocina el hotel» «Me encantaría-le contestó-, me cambio y nos vamos- dijo recogiendo rápidamente todos los papeles que tenía sobre la mesa. «Deja la tele encendida, a ver qué demonios sucedió en el mundo-le dijo él que ya se encontraba sentado en una de las tantas sillas que rodeaban al televisor» «No dan nada-le contestó-, llevan media hora con un reportaje de última hora sobre un hombre que se mató en un accidente. Fue aquí, en el pinar que rodea al hotel, igual salimos en las noticias de la 1.00-le dijo ella optimista mientras se colocaba la chaqueta» « ¿Así que murió en un accidente?» «Sí-le contestó-, se estrelló con el auto en una de las tantas curvas que hay para venir al hotel. Dicen que fue por que andaba distraído con el móvil, ¿te lo puedes creer? » Él no contestó. Ella, recogió del sillón el abrigo y le dijo: « Ya estoy, ¿nos vamos?» « Sí, vamos-dijo mirando al ordenador, en el cual ya no existía la barra vertical, pues se había perdido entre tanto blanco».