googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.: En un eterno conocerse.

lunes, 22 de diciembre de 2014

En un eterno conocerse.


Se despertó en la mejor mañana que había conocido, la luz que entraba a rastras por la cortina de la ventana, era una luz tenue y mágica, una luz celestial que iluminaba y calentaba toda su habitación. Las manos le temblaban, los pies no respondían a sus llamadas. Aquello le irritaba e iracundo golpeaba con sus arrugadas manos los pies que tan poco caso le hacían, de repente, un hombre más joven que él entró por la puerta. Tenía el pelo desgreñado, una mirada cansada y un cuerpo curvo que hasta cierto punto parecía cómico. Le detuvo, le agarró fuertemente de las manos y mirándole fijamente a los ojos, le dijo:
- ¡Basta ya, papa, basta ya de hacerte esto!
 Su voz era temblorosa, cansada, parecía llevar una eternidad haciendo aquello.  No le reconocía, no sabía quién era aquel hombre anónimo que tan egoístamente no le dejaba despertar a sus piernas. Comprendió que jamás despertarían, tenía la intuición de que llevaban así mucho tiempo, pero no era capaz de recordarlo. El joven que le había calmado le besó su calva cabeza que apenas tenía tres pelos canos y una cicatriz de la guerra. No comprendía tanta muestra de cariño, él apenas era capaz de recordar su nombre. Le llevó en brazos al baño y, aunque le daba vergüenza al principio, dejó que aquel desconocido le bañara. No era capaz de mirarle a los ojos, se sentía avergonzado de no ser suficiente para bañarse a sí mismo. No supo que le hacía pero, a cada paso que daba aquel desconocido, él olía mejor y se sentía más tranquilo: el agua caliente le relajaba los músculos y la espuma no le dejaba ver a las engreídas piernas.
Después de bañarlo, el joven le puso en una silla muy cómoda y poco a poco empezó a secarle todo el cuerpo. No le gustaba la sensación que hacía la toalla en contacto con su piel. Y de vez en cuando,  para que el joven se diese cuenta,  hacía ademanes de no querer que continuase secándole: se retorcía, gritaba e incluso arañaba al joven que ni siquiera se defendía, en una última instancia se echó a llorar. Cuando alzó la mirada de nuevo,  tenía ya la ropa puesta, pero mirando con atención, reconoció que había un rostro nuevo delante suyo: al contrario que el joven, éste ya estaba viejo, más cerca de la tumba que del nacimiento; podía ver unos ojos viejos, cansados, anémicos de mirar sin poder ver, cansado de necesitar gafas para diferenciar los puntos de las rayas. Veía demasiadas arrugas en el rostro y se le tornaban como si fueran demonios, asustado giró la cabeza y se echó sobre sus dos piernas dormidas.
El joven, que sorprendido de encontrarlo asustado y perdido sobre sus piernas, agarró con sus dos manos la silla de ruedas y lo apartó del espejo. Avanzaron por todo lo largo del salón por el cual él sintió, por primera vez en aquel día, saber dónde estaba. Se le figuró una sonrisa en los labios, pues vinieron a él una avalancha de recuerdos, que por no querer omitir ninguno, y para evitar la distracción de la vista, cerró los ojos. La música de aquel lugar le llevaba a su juventud, sonaba en la vieja gramola que había conseguido después de trabajar a los dieciséis años durante un eterno verano, o al menos eso es lo que él recordaba. Asustado, y como si lo hubieran arrojado al pozo del misterio, abrió los ojos y buscó en sus manos la dorada joya que significaba el inicio de su vida en el paraíso. La encontró en el dedo anular, donde había estado siempre.  Miró al joven, el cual se le tornó ya conocido, y le dijo en baja voz:

-¿Hijo, dónde está ella?

El silencio se le hizo eterno, sintió el eco de un grito que venía de la profundidad de una historia ya olvidada. Ninguno de los dos dijo ya palabra y, avanzando, salieron del salón el cual le había dibujado una sonrisa, aunque también un par de lágrimas.
Dejaron la casa atrás, para entrar en un gran jardín que se le vislumbro maravilloso. Apenas era capaz de diferenciar nada pero la gama de colores que llegaban a sus impávidos ojos era indescriptible. Buscó las gafas en el bolsillo de su chaqueta y, entre temblores, pudo ajustarla en sus orejas para que no se cayesen. Sus ojos se sorprendieron de la belleza que emana en la vida cuando ésta está próxima a la muerte. Creía recordar estas flores, estas rosas y geranios, pero algo dentro le dice: "¿Cómo olvidar semejante belleza?" Pesan las presas que retienen los sentimientos, la puerta vieja del redil del alma cede en la libertad del campo y como sus viejos ojos arrugados, se abre en plenitud adquiriendo un tono celestial y plateado. Siente que tal imagen la recordará toda la vida, pero a su avance, la olvida y la aprende de nuevo, en un eterno conocerse, y siente que su memoria, como la pluma que sobre este papel avanza, es ligera y perecedera.
"Ya no me importa-piensa al ver acabar el jardín-ya apenas consigo recordarlo"
Y así, en mitad del mediodía, abandonaron el jardín y su pasado. Prefirió no recordarlo, por no recordar también las tristezas que había en él. Ahora, era feliz en un eterno presente y su vida, aquella que renovaba cada mañana, se le antojaba maravillosa.

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