googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.: Sacrificio

viernes, 3 de julio de 2015

Sacrificio

   Bendito mi rapto —pensé cuando vi mis piernas y mis brazos atados por un cordel—. Bendita sea esta prisión de movimientos que, con apenas esfuerzo e ingredientes, había encogido el coraje de mi alma valiente.  Mi cuerpo se balanceaba torpemente alrededor de un tronco de madera del que, sin éxito, intentaba soltarme.  Mis fuerzas menguaban a cada intento de fuga, a cada cual me parecía más pesada la cabeza; en un último esfuerzo intente morder el cordel, pero este era fuerte y tenso y se resistió, como las veces pasadas, a la presión de mis dientes. Ahora sólo me dejaba llevar por la inversa selva, donde las plantas habían aprendido a crecer en la dirección opuesta al cielo; ahora, abandonaba la esperanza de salir de mi rapto con vida, sería alimento para estos monos sin pelo, sería su cena, su comida, su ropa, su rito, su símbolo, su demonio y su promesa.
  Me dejo llevar y me invaden recuerdos de cuando era joven y vagaba con mis hermanos por estos montes de los que tanta vida y paz he recibido; pero ahora lo voy dejando atrás y se va sumiendo en el recuerdo que, lentamente, se convertirá en olvido. Se dibuja ante mí una montaña de proporciones perfectamente extrañas, donde esperan a mi llegada un centenar más de los dichosos monos. Todos chillan y enloquecen con mi llegada, provocando gritos de júbilo que se oyen y se refugian en el silencio de la selva que los envuelve. La noche se cierra a nuestras espaldas, pero los habitantes de la montaña parecen controlar la luz e iluminan con ella el interior. Ahora todo se envuelve en la danza entre la luz y la sombra y mis ojos lloran al verlo, al ver tan arcaica belleza y me siento insignificante ante el poder de tal pueblo. Ya he aceptado mi muerte y sólo espero la velocidad de esta. 
   No supe hacia dónde me llevaban hasta que vi, en lo alto de un pequeño monte de madera que encerraba la montaña en su interior, un monolito de piedra. Vi a uno de los habitantes de la montaña esperándome en uno de los lados del monolito y que parecía mirarme, gustoso de lo que allí iba a suceder. Dijo algo en una inventada lengua, artificial como ellos y con la que sólo ellos se entendían. Me pareció muy egoísta por parte del pueblo de la montaña no decirlo en alguna lengua universal, enseñadas desde tiempos remotos por el viento, el agua, el sol y las nubes; para que así todos nos diéramos cuenta de lo que iba a ocurrir, pero luego me cercioré de que yo era el único extranjero y, tal vez, el único que merecía saberlo. Más tarde me di cuenta de que mi deber no era saberlo, pues tarde o temprano la respuesta llegaría por una de sus inescrutables ramas; sino que mi deber estaría en comprenderlo y llegar a perdonar lo que los hombres de la montaña tenían preparado para mí. Pero puedo decirlo abiertamente: jamás lo comprendí y jamás los perdonaré.
   Al fin dejaron reposar mi cuerpo sobre la húmeda piedra que había sido espolvoreada con plantas de la zona y la cual me perfumaba del olor del campo y la selva. Una brisa cálida atravesó el monte de madera y me recordó a mi hogar; allí donde mis hijos y mi mujer estarían agobiados de buscar sin encontrarme. Seguro —pensé— que estarán llamándome desde las alturas; hablando con el viento para que me busqué y me encuentre y me guíe en el camino de vuelta a casa; pero tan lejos estaba yo de esa brisa como lo estaba del encuentro con mi mujer y mis hijos. 
   Soltaron mis cadenas de tela y, antes de que me acostumbrará a la libertad, me pusieron boca abajo, golpeando mi barbilla contra la piedra,  mientras dos hombres me sujetaban de las extremidades, dejándome desprotegido ante el tercer hombre de la montaña que ya se acercaba hacia el monolito con aires de verdugo. Pude escuchar como en lo más bajo del monte un grupo de hombres se habían apoderado de tambores y de los que ahora salía el retumbar del aire. Lo tuve frente a mí, quise morderle, arrancarle la piel raptada que llevaba como vestido, mostrarle la furia de mi pueblo, pero dos manos cayeron sobre mi como dos piedras y me mordí la lengua. No pude ver lo que hacían, seguían tocando los tambores mientras el verdugo hacía uso del cuchillo que tenía como garra. Percibí el cansancio en la respiración agitada del verdugo y las lágrimas brotaron de mis ojos al ver lo que había hecho. Se acercaron otros dos hombres, del mismo carácter del que cantaba, y se llevaron con ellos mis queridos cuernos gemelos: me habían arrebatado el orgullo. ¿Por qué mis cuernos?, ¿Qué necesidad había de separarlos de mí, de arrebatarme algo que no podía ser consumido por sus frágiles estómagos?  Los vi marcharse, vi separarse una parte de mí, pues eran mis hijos, mis hermanos, mi compañía en el camino. Las lágrimas inundaron mis ojos y la piedra se mojo de llanto. Y los vi por última vez, desapareciendo entre sombras y gritos y el retumbar de los tambores, el canto de la gente; los vi desaparecer antes que el Sol que ya se había escondido por los altos árboles del horizonte, y que dejaba ver, por última vez, su abanico de rayos celestiales. Seguí llorando hasta que dejé de verlos.
   Y al fin me di cuenta del propósito que tenían los hombres de la montaña. Supe entonces que lo que querían no era comerme, sino sacrificarme; despreciar mi sangre y mi carne, arrojándola por el barranco irregular donde, en su fin desigual, sonaban los gritos y los tambores. ¿Qué desprecio había cometido yo a los hombres para que así tratasen mi piel, mi vida, mi sangre y mi alma?
   Situado ya para que pudiera ver por última vez el cielo, viendo, entre dos rocas, la última luz del día, sentí, al fin, el desgarro de mi piel y vi llover mi sangre sobre la pagana piedra. Un Dios, avergonzado y difuso, me miraba desde las alturas, sin entender la conexión entre mi sangre y las cosechas. Abatido me estrechó la mano, agarrando con fuerza mi alma, alejándome de las bestias de los hombres; y vi mi cuerpo, inerte, sumergirse en su propia sangre, y los ritos a lo lejos, mientras la plebe gritaba y mi sangre corría; «humanos…» —fue mi último pensamiento antes de entrar por las cortinas de espejo y artificio.     

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