googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.: La vuelta de Hugo.

viernes, 31 de octubre de 2014

La vuelta de Hugo.

Caminaba lentamente por esa calle que ya no recordaba, las pisadas eran lentas y la respiración pesada, reconoció un árbol antiguo, de frondosa madera y doradas hojas, vio como una de ellas, cayendo como caen las hojas en otoño, fue a dar a su zapato. Hacía tiempo que Hugo Montoya no recorría la distancia que separaba la parada del bus a su casa, hacía tiempo también que no le tomaba tanto tiempo recorrer los cien pasos que había de distancia. El aire era primaveral, hacia un Sol maravilloso que iluminaba toda la calle, un viento presuroso que recorría la carretera y que por el olor debía de venir de detrás del asador del primo Claudio. El olor de la carne asada se mezclaba con el olor que deja la tierra cuando se moja, un olor húmedo del pasado, un olor histórico.

Hugo tenía ya 22 años y hacía cuatro que no volvía a casa. Sentía de nuevo los sentimientos que ocuparon su cuerpo aquel 16 de abril del 87: el día de su libertad y el de su cumpleaños. Tenía de nuevo 18 años, el tiempo para él no había pasado, sentía que volvía de la escuela, con su cartera de notas doblada bajo el brazo, esperando que sus padres vieran los buenos resultados que había obtenido. Cada paso nuevo era retroceder más en el tiempo.

Recordaba los gritos de su padre al decirle que quería estudiar letras en Salamanca, recordaba su boca que mitiga, la que fustiga al paso que humilla, recordaba sus ojos rencorosos, rellenos de odio y vergüenza cuando le imperaba a ir a la academia militar como única salida decente para un joven que se había pasado la vida entera estudiando las letras. Él le afirmaba que entendía el honor de servir a la espada, al rifle y a la patria, pero que su alma, su cuerpo y su coraje no estaban hechos para la batalla. Era un hombre de escritorio bastante cobarde, le temblaba el pulso desde los cuatro años y a los nueve perdió el único combate cuerpo a cuerpo que había tenido. Era en definitiva un hombre de letras y para las letras. Se veía asimismo encerrado en su cuarto mientras su padre le insultaba y su madre imploraba a lloros un poco de tranquilidad y calma. Recordó el filo de la navaja y el olor a pólvora quemada, recordó el papel arrugado y las lágrimas sobre la cama, que siempre sabían amargas.

<<Ahora estoy frente a mi casa de nuevo, tengo 22 años, me siento más viejo de lo que vengo y solo traigo lágrimas en los ojos>>

Abrió la puerta un viejo tío suyo, más arrugado que la última vez, con dos o tres pelos con su mismo color cano y la misma expresión vacía de siempre. Entró sin hacer ningún gesto, intentaba no llamar la atención. Miró la casa de su infancia, aquella en la que creció y en la que tanto había leído, nada había cambiado desde su ida, la misma decoración, los mismos armarios y el mismo cristo en la puerta del recibidor. Se dio cuenta de que toda la familia había venido, se habían acercado de todas las partes del país y todos adoraban el mismo sepulcro. Asustado por el busto de palas que desde la infancia fríamente le miraba, aquel que tanto le juzgaba y que ninguna palabra decía, fue entrando más y más en la profundidad de la casa. La habitación se había convertido en una especie de caverna iluminada, donde se veía únicamente por velas y por la luz traviesa que avanzaba de cuclillas por los huecos de la ventana. El sonido que allí habitaba, era un sonido que jamás había oído o presenciado, era un silencio ensordecedor y más que silencio, era un ruido hueco. Decidió después de haber recibido varios pésames por parte de amigos, familiares o viejos conocidos, acercarse al cuerpo muerto que con los ojos cerrados le esperaba desde hacía cuatro años. Miró el cuerpo inerte rodeado de flores, de hojas preciosas y alguna rosa amarilla, con las manos cruzadas a la altura del ombligo, con los pies descalzos y con un vestido blanco como en el día de su boda. "Tan bella como siempre"-pensó cuando dejó brotar por fin los sentimientos de cuatro años cargados.

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