Hoy, en el viaje de la mañana, más temprano que de costumbre, he visto
una cicatriz partir el cielo. No era una cicatriz fea, roja y horrible, sino
que era bella, blanca en su centro, dorada en su copa y plateada en sus bordes.
Después, cuando estaba más cerca del final que del principio, he observado
con mis propios ojos, por una de las tantas ventanas del tren, la sierra
helada, blanca como la mano de un niño, y fría como el recuerdo de un amor
pasado. Al otro lado de las vías, en la cara opuesta a la vista de la montaña,
surgía un sol madrugador por detrás de los edificios de jade de la ciudad de
Madrid, que aún no asomaba su cuerpo, mas sí sus pestañas. Iluminaban una
cicatriz en el cielo, vistiendo a un vestigio de nube del color del oro y del
color de la plata.
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