googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.: Fronteras del sueño

lunes, 9 de marzo de 2015

Fronteras del sueño

   Una pequeña orquesta se encerraba en el interior del cantautor. Era pequeño y se encontraba subido a un poste viejo y sin pintar, y desde ahí tocaba su instrumento que era su voz. De vez en cuando se giraba para el público que tenía detrás, que era el bosque. En otras, agitaba sus coloridas alas y cambiaba de lugar para una mejor resonancia. Ellos mientras, al son de la melodía del soprano, cenaban y jugaban sobre quién tenía la mano sobre quién. Todo surgía mágicamente: las caricias, las sonrisas y las gracias venían como por efecto de un hechizo de amor; él no recordaba haber sido tan gracioso en su última vida. Ella no dejaba de mirarle con sus ojos primaverales y él intentaba que no viera el invierno en los suyos. Otra caricia más, otra sonrisa que se resbalaba por debajo de la mesa y hacía que sus pies se encontrasen como desconocidos aún sin presentar; otra mirada que descongelaba las cumbres del recuerdo de sus fracasos en el amor. De repente, ella le recordó su nombre;  «Ricardo». Él se sorprendió, parecía que aquella vez sí podía confiar en el azar y no en el amor. Él le recordó el suyo: «Marie». El champagne les acompañó a la habitación del hotel, y cuando menos lo pensaron ya iban por el primer cigarrillo; ella reposada sobre él, como la ropa sobre la silla, y él perdiendo sus dedos en el interior de su cabello.  « ¿Te quedarás conmigo toda la noche?» «Quién no lo haría».
   La noche se fue fundiendo con la luz de las lámparas del interior de la habitación. Ya no era necesario ser inteligente, gracioso, ingenioso y atractivo. Ahora, todo estaba resuelto, las cartas andaban boca arriba y  habían predicho a la perfección el futuro. Ella, de vez en cuando, rompía el místico silencio con alguna vana pregunta, intentando perpetrar en las arenas movedizas que es la historia de un hombre aún por conocer. Él se escondía con pretextos, besos, caricias y «hagámoslo de nuevo, quiero sentir aún más». Ella abandonaba el empeño y quedaba sumergida a la deriva del placer, al oleaje de caricias y al barranco de los sentimientos que afloraban a trompicones entre los besos. Una niña más que caía en sus brazos y quedaba engañada por su experiencia. Ahora todo sería olvidarla, esperar a que se durmiese para irse, dejándole en la mesita el precio suficiente para pagar un taxi y el precio de la habitación de hotel. Todo sería igual de fácil que la última vez. No debía amanecer con ella, eso sería un error. « ¿Te quedaras toda la noche?» «Ya te dije que sí» La noche se hizo interna y los cuerpos, ya cansados, descansaron el uno encima del otro. Pero nadie salió de la habitación.
 
   El día surgió por una de las tantas montañas que se podían ver entre las ventanas del dormitorio. Era el único edificio que se erguía a más de diez kilómetros y el Sol centraba toda su fuerza sobre él. La habitación estaba despejada y ordenada, parecía que allí no dormía nadie, pero los bultos entre las sabanas, y el ruido de la respiración airada, hacían ver los espectros que allí habitaban. Ella se levantó primero y no giró el rostro para mirar a su acompañante. Hacía meses que sentía el engaño y preveía que en cualquier momento él le confesaría su infidelidad con la otra mujer, aquella tal Marie a la que tanto gritaba por las noches. Se acercó al espejo donde podía ver el cuerpo dormido de su marido y, detrás de él, las montañas. Se aireo el pelo, bostezo dos o tres veces y se observó detenidamente buscando los desperfectos que él la veía. «No los encontrarás-le dijo un hombre dormido que brevemente se incorporaba de la cama-, pues no existen. No seas boba, vuelve a la cama conmigo» «Tengo que hacer cosas, ya sabes. Vamos, levántate de la cama y desayunemos juntos, nunca lo hacemos» «Te levantas tan temprano-le contestó él» «Y tú tan tarde» La fuerza de la conversación se perdió en aquel “tarde” mal aguantado, y el hombre cayó de nuevo sobre la nube de sábanas blancas que le susurraban el nombre de una mujer que no era la suya. «Eres un completo vago, aún no has terminado la novela. No hablamos nunca de ella, ni siquiera me has dicho el título que va a llevar» « “Marie”-le respondió el hombre, que no necesitó abrir los ojos para responder-, se llamará “Marie”» La mujer terminó de arreglarse el pelo y recogió de la mesa que se encontraba junto a la ventana un fino ordenador. «Nos veremos a la hora de la comida-le dijo sin ni siquiera mirarle». Ella cerró la puerta y dejó en su interior a un hombre dormido.
   Cuando se dio cuenta llevaba media mañana escribiendo. El café que había preparado se había enfriado en el interior de la taza y ahora sólo era un bálsamo negro de aceite que reflejaba con ternura y oscuridad el techo del dormitorio. Las letras habían surgido de una inspiración divina. No era capaz de comprender si era el lugar el que le inspiraba: tal vez las montañas; tal vez la alegría de la no civilización; tal vez el bosque de mil hojas que no dejaban nunca de danzar en el viento y de llamarle a gritos sordos; o quizás, era la importancia que otorgaba cada rayo de Sol, único y transparente, calor que cantaba al ego y le animaba en su trono. La barra vertical desaparecía en el fondo blanco y limpio de una hoja aún por empezar, una historia aún sin título donde lo único seguro era el nombre de la protagonista. Había escrito ya tanto sobre ella. Era capaz de imaginársela en la habitación con él, acompañándole en cada estrofa, en cada palabra que terminaba, en cada punto que marcaba un final. Alomejor era ella la que se escribía para seguir existiendo, tal vez él ya no importaba en aquel punto tan lejano; ella mandaba sobre él, tenía la necesidad de completarse y perfeccionarse como pudiera; ella necesitaba escribirse. Miró el reloj que marcaba las 13.04 sobre la pared anaranjada del hotel, recordó dónde estaba y con quién, y recordó también la cita a la hora de la comida. Cerró el ordenador, dejando la página en blanco sin escribir; Marie debería esperar a la tarde para seguir existiendo.
   «Llegas tarde-le dijo, mientras cerraba el móvil y lo introducía en el interior del bolso-, sabes que no me gusta esperar.» «Lo sé-le dijo sonriendo-, por eso estás conmigo. Yo jamás te haría esperar más de la cuenta» Ella sonrío cortésmente y al paso que se arreglaba el vestido, se recogió el pelo. Encendió un cigarrillo y dejó que el humo creara una pared entre la mirada de él y la suya. « Hoy haremos el amor-disparó la bengala que iluminaría toda la conversación-, y no puede pasar de hoy. Estoy en la etapa perfecta para quedarme embarazada y ya sabes que las chicas ya tuvieron hijos, incluso algunas ya van camino del segundo-decía ella, que más que sentir la maternidad sentía una obligación social» « Bueno-respondió él, ajeno a la conversación y a la trascendencia de su respuesta-, pero recuerda que tengo que seguir con la historia de mi novela-dijo mientras cortaba el Wellington que le acaban de servir.» «Eso puede esperar» Él, distraído, no podía dejar de pensar en aquella barra vertical que aparecía y desaparecía en aquel fondo blanco tan misterioso y mágico. « ¿Cómo habrá quedado la barra-se preguntaba para sí mismo-, habrá quedado perdida entre la inmensidad del blanco celestial, sin importarle Marie y su historia, o en cambio,  habrá alzado su brazo, gritando por su existencia, destruyendo las bases de una novela, manteniéndose firme y erguido?» Estaba perdido en sus pensamientos, como de costumbre, así la comida y la conversación se hacía más amena. A ella no le gustaba escuchar y cuando terminaron de comer se sintió a gusto de no haberlo hecho en toda la comida. Se besaron como desconocidos, torpemente y sin sentimientos; y mientras el subía en el ascensor, cada vez más cerca de Marie, ella cogía una llamada en su teléfono y se perdía en el trabajo.
   Llegada la noche llamarón a la puerta del dormitorio. Él se encontraba lavando los platos de la cena mientras releía lo que había escrito aquel día. Al abrir la puerta se encontró a su mujer con un vestido de fina seda, que no hacía bien la labor de tapar el cuerpo humano. Ella, con su mano ocupada sosteniendo las copas y el champagne, le pidió entrar y él, con sus manos ya en las caderas de ella, la invitó a entrar. « ¿Por qué tardaste tanto?» Le siguió un beso, distintas caricias y la pérdida directa entre el laberíntico oleaje de las sabanas. El champagne rodo a lo largo de la estancia abandonado, mientras, a través de sus aguas, verdes y agitadas, podían verse a dos espectros jugando a quererse.
 
   « ¡Qué desastre!-pensó al verse aún en la habitación del hotel, atrapado por unas cadenas cálidas, y por una respiración que le golpeaba en su pecho desnudo» No sabía por qué se había quedado a dormir. Sabía que no debía hacerlo, ahora los sentimientos se confundirían,  «Qué bueno que ya te despertaste-le dijo una voz a la que parecía que el sueño le había llevado a otro mundo, y ahora de vuelta reconocía con amor todo aquello que apreciaba.» «Estuvimos hasta tan tarde, durmamos un poco más. Luego nos levantamos y desayunamos juntos, ¿te parece?» «Claro-contestó una voz seca y apagada, que ya abandonada del sueño se aburría de mirar el interior del dormitorio»
   Bajaron juntos de la mano con un pensamiento de huida en mente. Los ojos miraban, de derecha a izquierda, buscando la salida, sabiendo que si llegaban al restaurante estarían perdidos, «Pero las manos eran unos grilletes tan hermosos-pensó» Ninguno lo consiguió y pidieron un café con el típico desayuno americano. Fumaron juntos y rieron como la anterior noche; el pensamiento de duda se fue perdiendo con el humo del café y el cigarro. « ¿Así que estudiaste letras? - le preguntó sacando la cabeza de la arena» «Sí, aunque no fue mi principal vocación-le contestó él, más airado y tranquilo que la última vez-. Viaje en distintas carreras-ya confiaba en ella, ya todo estaba perdido- buscando aquella que más me gustara, hasta que llegué a la literatura.» «Qué bello debe ser ser escritor» Él tomo un trago del café, que para su gusto estaba amargo, aspiró un poco más del cigarrillo y, mientras el humo se desvanecía, prosiguió: «En ocasiones puede ser una de las profesiones más bellas, en otras preferiría ser oficinista-le dijo riendo tímidamente invitando a la desconexión-. Y tú, ¿qué estudiaste?» « Economía-le dijo en un tono brusco y serio-, pero no me dedico a ello. A los dos años de terminar la carrera me encontré aburrida rellenando papeles cuadrados con números y comas de cifras elevadas de las que jamás vería un centavo. Me encontré con un traje azul y violeta, con miradas de mis compañeros que buscaban la complicidad, con números sobre mi escritorio y murmullos a la hora de la comida. Era un trabajo agotador-terminó, perforando la salchicha que para su gusto estaba salada.» « ¿Y ahora qué haces? – le dijo él interesado ya a la plenitud por la vida de ella» «Ahora, voy de ciudad en ciudad enamorándome de hombres que se llaman Ricardo» A él le pareció ingeniosa la respuesta sonrojándose al paso que reía y sentía el deshielo en su interior, pero no alcanzó a ver el muro que había creado, entre su vida y la importancia de aquel desayuno, la joven que ya no le parecía tan joven. Ella también rio con su sonrisa tan inocente y pueril que sentía que por fin veía lo que era el amor.  « ¿Y no te has casado nunca?-le preguntó atacando a la cámara más escondida de sus recuerdos.» El hombre miró la marca de su dedo anular donde aún podía sentirse el valle de un anillo. No conseguía recordarlo; era como un espejismo el que sentía cuando tocaba su dedo y creía recordar el nombre de alguien que no conocía, o que no quería recordar.  «No, jamás he estado casado» «Qué bueno-le contestó ella-, no tiene nada de romántico el matrimonio» Él sintió que la había engañado, y deslizó su mano por encima de la de ella, hasta llegar a la delgada y suave muñeca donde ancló su movimiento. Se hizo eterna la mirada. Ya se había terminado el café, ya la ceniza del cigarro ocupaba más espacio que el tabaco aún sin fumar y el pequeño cantante había vuelto a su poste viejo para recitar sus melancólicas melodías. En ocasiones, la eternidad dura un segundo, y eso duró la suya cuando ella apartó la mano para mirar la hora que marcaba su reloj. Quedó la mano de él apartada en el abandono de una mesa mantelada y blanca, definida por romper la frontera que existía entre los dos por la mesa. La recogió lentamente recorriendo la mesa al completo: pasando por los platos, entreteniéndose en los cubiertos, esquivando la caja de metal que contenía los cigarrillos y terminando por caer por el lado de sus piernas, caída sin paracaídas sobre un barranco de tela y sentimientos. «Creo que debería irme» «Yo también debería» Toda la magia quedó encerrada en hielo y se volvieron desconocidos. « ¿Me llamarás? » « Quién no lo haría- dijo brindando una última sonrisa para el camino de vuelta»
   No podía parar de pensar en ella, pues era un comienzo desastroso para una relación, pero tan bello.  Mientras conducía no paraba de mirar la marca en su dedo anular y no dejaba de preguntarse sobre donde estaría el anillo que ahí encajaba. Parecía conducir sobre el cuerpo de una serpiente que había sido sembrado de árboles gigantescos que no permitían la  entrada a la luz del sol. Dentro, todo era sombra y destellos de luces que atravesaban la mirada. Sabía dónde tenía que ir, ella estaría todavía en el hotel, trabajando detrás del bosque y más cerca de las montañas. Ella sabría dónde estaba el anillo. Sintió la mano cálida de Marie al cambiar de marcha y el olor del pañuelo que llevaba al cuello. Sintió vibrar el teléfono, que andaba de copiloto en el interior de su chaqueta. Sería Marie, o tal vez su mujer. No quería pensarlo, sólo saberlo. Estiró la mano y recogió la chaqueta por una de sus mangas, pero la serpiente decidió una curva y el teléfono no dejaba de sonar. Se escuchaba de fondo, entre humo y gritos de excursionistas, la voz de una mujer a través de un teléfono que se encontraba escondido entre tierra, hierro y sangre.  « ¿Ricardo?»
 
   Despertó por la fuerza de un golpe, el asombro de que aún existía y la mirada perdida hacía su mujer que tomaba café  viendo las noticias. Hacer el amor siempre le cansaba tanto.  Estaba seguro de que no podría concentrarse en “Marie” en toda la mañana. Se levantó y abrazó a su mujer mientras le robaba a escondidas la taza del café que aún se mantenía caliente. « ¿Qué tal descansaste?» «Estupendamente, pero me siento como si hubiera estado durmiendo durante todo un día entero» Tragó el café, que para su gusto estaba amargo, y recogió de la encimera un paquete de cigarrillos aún sin empezar. « Hoy no escribiré-le dijo, previendo la desgana que le provocaba el sexo-, así que podríamos desayunar juntos e irnos a ver esa secuoya milenaria que tanto patrocina el hotel» «Me encantaría-le contestó-, me cambio y nos vamos- dijo recogiendo rápidamente todos los papeles que tenía sobre la mesa. «Deja la tele encendida, a ver qué demonios sucedió en el mundo-le dijo él que ya se encontraba sentado en una de las tantas sillas que rodeaban al televisor» «No dan nada-le contestó-, llevan media hora con un reportaje de última hora sobre un hombre que se mató en un accidente. Fue aquí, en el pinar que rodea al hotel, igual salimos en las noticias de la 1.00-le dijo ella optimista mientras se colocaba la chaqueta» « ¿Así que murió en un accidente?» «Sí-le contestó-, se estrelló con el auto en una de las tantas curvas que hay para venir al hotel. Dicen que fue por que andaba distraído con el móvil, ¿te lo puedes creer? » Él no contestó. Ella, recogió del sillón el abrigo y le dijo: « Ya estoy, ¿nos vamos?» « Sí, vamos-dijo mirando al ordenador, en el cual ya no existía la barra vertical, pues se había perdido entre tanto blanco».  
 

 

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