Escrito tras el eclipse del 20 de Marzo de 2015, donde nadie miró al cielo.
Caminaban torpes e inertes las figuras en aquellas calles en las que apenas podía verse al Sol, pero en las que sí se podía sentir su luz y calor. Nadie miraba a nadie, no entendían el motivo de caminar; no sabían porque andaban erguidos, nadie miraba a nadie, era la interacción continuada del golpe en el hombro y el "perdona" de después. Algunos iban al matadero en tren y se perdían por el laberinto férreo que había creado el gobierno para ellos; otros, en cambio, preferían ir andando, adoraban la interacción del golpe en el hombro, sin sentir el calor ajeno que el otro respiraba, sin decir "perdón", sin responder "gracias". Fueran como fueran, todos tenían el mismo semblante apagado y dormido, rostro oscuro que respondía a la luz de un cielo azul enfermamente despejado. En aquellos bloques no tenían cabida los animales: no se oía su voz, no se sentían sus pasos. No existían árboles para dar sombra, toda ella pertenecía a los edificios que componían el matadero, y por ella caminaban los hombres dormidos sin preguntarse nada.
La
creación del matadero fue algo necesario, después de la guerra de los cuarenta
años los hombres se encontraban perdidos, sin saber por lo que luchar, sin
querer vivir en una tierra llena de remordimiento. Porque antes que la paz
llega la pena y el pensamiento suicida que envuelve una paz política, pero no la
paz que todo hombre necesita, no había paz a uno mismo. Esa no la puede dar el
gobierno, esa no se escribe en ningún papel. Fue cerca de 1947, cuando la
tierra había sufrido ya cuarenta años de continua guerra y los hombres que la
habían empezado ya compartían vida en la muerte, cuando un hombre, lo suficientemente loco para
alcanzar la cordura, soltó su rifle frente a un enemigo y le dijo:
"Mátame, pues esto no puede ser la vida sino el infierno, y si la única
manera de huir es con la muerte, moriré y reencarnaré en alma para poder así
vivir en el cielo, con mi mujer y mis hijos muertos. Los demonios andan ahora
por la tierra. No existe Dios en esta guerra" Con ese grito de
desesperación, aunque también de esperanza, acabó la guerra de los cuarenta
años y sumergió a la humanidad entera en un estado de rencor, odio y recelo. El
hombre se encontraba a la deriva en un mar de oro donde no había agua, carne y
amor. El matadero fue una creación necesaria, quedaban pocos hombres en toda la
tierra y no podían permitir que el rencor de una guerra anterior provocase la
extinción de la especie. Una secuencia de botones, unas ideas preconcebidas,
aquella importancia individual, aquella falsa salvación que provocaba ir a
trabajar.
Pero
el cielo aquel día se tornó oscuro al mediodía. Sonaba justo la canción en la
plaza del rezo, donde todos debían poner su mano en el pecho y rezar porque
nadie tuviera la idea loca de sublevarse. A nadie le importó la oscuridad,
apenas se podía diferenciar de aquella en la que vivían y compartían. La
canción terminó y comenzaron todos a andar al mismo tiempo, provocando de nuevo
los golpes en los hombros, provocando de nuevo el silencio estremecedor de una
multitud callada; pero cada vez era más oscuro y las sombras del matadero se
perdieron en una única sombra que envolvía a todo y a todos. Nadie levantó su
rostro, nadie miró al cielo para observar al anillo de fuego y a la Luna opaca.
Se fue acabando la noche, y a nadie le había importado nada. Desconcertados,
sin saber si era de día o de noche, andaba perdida una bandada de pájaros
silvestres, desgranando la paz a las sombras e imponiendo el ruido de su
aletear y de sus cantos. Se habían introducido en el territorio humano, pero
ellos no entendían lo que eran las fronteras. Alzó la mirada un hombre,
sorprendido de aquel caos pasajero, después la alzó otro más, y así siguieron
hasta que toda la multitud que se encontraba en la plaza del rezo miraban con
estupor y pasmo a la bandada que había oscurecido el cielo. Era otra oscuridad,
más agradable y ruidosa. "Se mueven como un río-añadió uno"
"Oigo a mi corazón cantar-respondió otro" Todos compartían sus
sentimientos ante aquel eclipse vivo que había oscurecido a la propia sombra.
La bandada se elevó una última vez, en un tornado inmenso, oscuro, cambiante,
el sol brillaba en el millar de alas. Encontraron el camino que les llevaría a
casa y desaparecieron por el horizonte que dibujaban los edificios en el cielo.
"Sigámosles-grito un apasionado" y toda la población del matadero
respondió, siguiendo aquel profeta que les llevaría donde estaban los pájaros
que les había hecho sentir de nuevo. Saliendo del último edificio del matadero
brillaba algo en el horizonte que no habían visto en años, y a lo lejos, allí
donde se perdía la vista, podía verse otra ciudad, verde y llena de vida. No
era una ciudad rígida como el matadero, ésta aún en sus edificios más altos
podía sentirse al viejo viento que viajaba alrededor y todo envolvía.
"Este olor...-dijo uno que había cerrado los ojos para oler mejor-, este
olor me resulta familiar" "Vayamos a aquella ciudad de allí, donde se
escondieron los pájaros" La luz brillaba en sus ojos impávidos, serenos de
tener vida de nuevo.
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