googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.: La golondrina y el convento.

lunes, 23 de marzo de 2015

La golondrina y el convento.


   En un estampado azul y blanco, entre la topografía que dibujaban las altas montañas y el cielo, revoloteaba una joven golondrina que jugaba a hacer círculos en el aire. La dulzura que le había transmitido un cálido viento del sur, le había llevado a volar durante varios días en dirección al este, sin saber que estaba siendo guiada hacia el interior de un valle. Un sol vehemente brillaba en el interior de sus dos alas negras y sentía como aquel viento tan reconfortante le recorría el cuerpo: desde el pico hasta su corta y bifurcada cola. En el interior del valle podía verse un antiguo convento, rodeado de una extensa vegetación y atrapado por las hermosas buganvillas; plantas trepadoras que ocultan tras su purpúrea belleza las afiladas espinas con las que se agarran y perforan a la dormida roca. El anciano convento solía hacer doblar sus campanas doradas cada hora, para así mostrar su redentora benevolencia a los silenciosos aires que ocupaban siempre aquel valle.  El llanto de las campanas, que según pasaba el día se iba haciendo cada vez más largo y eterno, atraía a una multitud de animales que sentían  que eran las lágrimas de la roca por la crueldad de la buganvilla. «Suelta ya la rocale decían, quita tus espinas de la delicada piedra», pero eso a la golondrina no le importaba, miraba con cierta incredulidad cómo los animales se preocupaban por algo, como lo era la piedra, que era incapaz de sentir. La golondrina sabía que la buganvilla no era cruel, ni malvada, era simplemente su forma de ser, «Igual que las tormentas de arenadecía la golondrina para sí, igual que cuando sube la marea y arrastra a los animales marinos a las orillas de la playa; esto no quiere significar que sea cruel, la naturaleza no puede ser cruel y mucho menos malvada».
   Esto decía la golondrina que se había apoyado en una de las piedras del convento y observaba, con tristeza, cómo la buganvilla lloraba por los insultos y gritos del resto de animales. La buganvilla sintió que algo le tapaba la luz, una opaca figura había eclipsado al Sol con su cuerpo negro.
   ¿Qué quieres joven golondrina?le dijo sin secarse las lágrimas. 
   Quería preguntartedijo la golondrina, nerviosa por su ignorancia, bella buganvilla: ¿qué es este lugar donde tú vives?
    Es un conventole respondió, aquí los hombres viven para rezar y brindar culto a todos los seres creados por Dios. Pero esos pobres seres han creado un convento en mitad del valle y apenas tienen para alimentarse con las plantas que crecen a su alrededor. Están todos muy delgados y desnutridos, Dios les abandonó al desdén del tiempo y de las cosas.
   La golondrina no podía creer lo que le acaba de contar la buganvilla e incrédula inició un vuelo raso que le introdujo en el convento por una de sus tantas ventanas tapiadas. ¡Qué talento tan majestuoso tenía la joven golondrina para moverse por entre las vigas húmedas! Nada podía pararla, extendía sus alas para planear sobre las largas maderas y las doblaba para introducirse por espacios cerrados; eso hacía la joven golondrina en un silencio espectral, desapareciendo entre las sombras como un fantasma.
   Llegó al lugar donde los hombres descansaban, ignorantes de que les observaba una golondrina, mientras ellos dormían en su lecho. Doblaron seis veces las campanas y, uno a uno, fueron incorporándose de sus camas para ponerse una sotana marrón que les cubría todo el cuerpo. «Qué raros son los indígenas de este lugar»dijo la golondrina sorprendida del caso que le hacían los hombres a las campanas. En el momento en el que se marcharon todos, la golondrina, curiosa por naturaleza, descendió del techo de la habitación, para saber así un poco más de los seres humanos. Cuál fue su sorpresa al verse ante los pies de uno de los seres, más altos de lo que había imaginado, que con sotana marrón, la observaba desde su prestigiosa altura. La miraba con ojos hambrientos y secos; la sonreía, a la golondrina, con sus encías marrones de masticar las hierbas que crecían en el convento; parecía un león enjaulado al que nunca le habían dado de comer. Se abalanzó sobre ella, pero en un arduo movimiento la golondrina pudo escapar por uno de los laterales. Salió por la puerta por donde habían salido todos los hombres y, batiendo sus alas lo más rápido que podía, escapaba de la idea de ser comida para aquel hombre.  Al hombre hambriento se le sumaron otros, más hambrientos y feroces; algunos, incluso, traían en sus manos escobas y palos con los que intentaban tirar al suelo a la pobre golondrina, pero era imposible, la golondrina no paraba de moverse dibujando tirabuzones y esquivando los largos pies que sobresalían de la sotana. Se sentía ya libre cuando una poderosa fuerza con una implacable destreza la enjauló en una cándida cárcel, caliente, oscura y sin principio ni fin; había sido atrapada por uno de los tantos opresores que la habían perseguido, ahora sólo sería carne y alimento, que usarían para nutrir su desvergonzado y flaco cuerpo.  Su ignorancia le hizo probar suerte con el pico para ver si así alguna de las paredes cedía, pero al hacerlo sólo pudo oír el grito de un hombre y sentir cómo las paredes se acercaban velozmente.
    Se quedó sorprendido el hombre al abrir su manos y encontrarse con una bella golondrina muerta. Su poderosa fuerza le había hecho apretar con demasiada rudeza hasta que algo tan frágil, como la vida de una bella golondrina, se había desvanecido entre sus manos. «Si no hubiera intentado escaparse-dijo el hombre para sí seguro que seguiría con vida. Yo no quería esto, yo sólo quería tocarla un poco, antes de liberarla. Yo no quería que nadie le hiciera daño. Yo no quería esto-repetía mientras tocaba el cuerpo dormido de un ave que no respiraba», siguió empujando su cuerpo con el dedo, el cual, inmóvil, no respondía a las llamadas del hombre. Se miró el hombre la mano, donde corría un hilo de sangre, que surgía de la herida por el picotazo de la pobre ave. El hombre no sabía qué hacer, quería quedarse con la golondrina, pero sabía que tarde o temprano la descubrirían y todos intentarían comérsela. Así que, previendo esto, el hombre se acercó a uno de los altos ventanales del convento y rezando un ave maría empujó al pájaro hacia el borde del ventanal.
    Se encontraba la buganvilla un poco más serena que antes, pues los animales se habían marchado y habían dejado de decirle aquellas cosas tan horribles, cuando vio cómo un cuerpo, opaco, como la bella golondrina que había conocido antes, caía por uno de los ventanales del convento. Estiró uno de sus ramas y entre la abierta y rosada flor cayó el cuerpo inmóvil de la golondrina. «Oh, bella golondrina, ¿qué te han hecho los seres que viven en el convento?» La buganvilla intentaba con sus espinas mecer a la joven golondrina que no respondía a sus llamadas. Entonces, la buganvilla cerró su flor alrededor del cuerpo de la  golondrina, creando la tumba más bella para el ser más bello. Una lágrima, proveniente de la triste buganvilla, se había introducido en el interior de la flor, cayendo sobre el pico de la negra golondrina. Empezó levemente a respirar, después a mover de un lado para otro sus alas, creyendo que aún se encontraba en el interior de la cándida cárcel humana. La buganvilla abrió su flor y vio cómo la golondrina respiraba y aleteaba de nuevo.
    Oh, bella golondrina, vuelves de entre los muertos y te ves más bella que nunca.
    Pues vuelvo, porque tu amor y cariño, que se habían transformado en lágrima, me trajeron de vuelta. A ti te debo mi resurrección, rosada buganvilla, a ti te debo mi vida y por ello, a partir de ahora, te defenderé cuando doblen las campanas y los animales del valle vengan a insultarte y a increparte tu forma de ser por nacimiento.

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